(http://www.sisabianovenia.com/LoLeido/Ficcion/Papalagis.htm)
Papalagis: Discursos de Tuiavii de Tiavea, jefe Samoano
INTRODUCCION
El escritor llama a estos discursos Los Papalagi,
que significa los Hombres Blancos o los Caballeros.
Estos discursos de Tuiavii de Tiavea no habían
sido pronunciados aún, pero el extracto había
sido escrito en el idioma nativo, del cual se hizo la
primera traducción alemana.
Tuiavii nunca tuvo la intención de publicar
sus discursos para el lector occidental, ni en ningún
otro lugar: iban estrictamente dirigidos a su pueblo
polinesio. Sin embargo, sin su consentimiento y con
clara transgresión de sus deseos, me he tomado
la libertad de someter estos discursos de un nativo
polinesio a la atención del lector occidental,
convencido de que para la gente blanca con nuestra civilización
merece la pena averiguar cómo nos ve a nosotros
y a nuestra cultura un hombre que aún está
estrechamente ligado a la naturaleza.
A través de sus ojos nos miramos y nos vemos
desde un punto de vista que de ningún otro modo
podríamos percibir. Ciertamente habrá
gente, especialmente monstruos culturales, que juzgarán
su visión infantil, quizás incluso ignorante;
pero aquéllos que tenéis más mundo
y sois más humildes, seréis movidos a
la reflexión y a la autocrítica por mucho
de lo que se os va a decir. Porque su sabiduría
es el fruto de la simplicidad, la mayor de las gracias
que Dios puede conceder a un hombre, mostrándole
las cosas que la ciencia no consigue comprender.
Estos discursos son un llamamiento a todos los
pueblos del Pacífico Sur para que corten sus
ataduras con la gente iluminada del tronco europeo,
como se les llama. Absorto en esto, Tuiavii, el despreciador
de los europeos, se mantuvo firme en la convicción
de que sus antepasados habían cometido un grave
error dejándose atraer por la cultura europea.
El es como la doncella de Fagaasa, que sentada en lo
alto de un acantilado vio venir a los primeros misioneros
blancos y con su abanico les hizo señas para
que se fueran: «¡Fuera, demonios criminales!».
Él también vio a Europa como a un demonio
oscuro, el gran deshojador, del que el género
humano debe protegerse si quiere permanecer tan puro
como los dioses.
Cuando me encontré por primera vez con Tuiavii,
él llevaba una vida pacífica, apartado
del mundo occidental en su diminuta isla fuera de camino
llamada Upolu, una de las islas samoanas, en el poblado
de Tiavea, del cual era jefe. La primera impresión
que me dio fue la de un gran gigante de corazón
amable. A pesar de que medía casi 1'90 metros
y de que era robusto como una casa de ladrillos, su
voz era suave y delicada como la de una mujer, y sus
enormes y penetrantes ojos, sombreados por espesas cejas,
tenían una mirada levemente despreocupada. Cuando
les hablabas, se iluminaban y delataban a su corazón,
cálido y soleado.
En ningún hábito exterior era Tuiavii
marcadamente diferente de sus hermanos. Bebía
kava (1) iba al loto (2) por la mañana, comía
plátanos, toras y yams y observaba todas las
costumbres nativas y ritos. Sólo sus más
íntimos amigos sabían qué estaba
hirviendo en el interior de su cabeza, luchando para
llegar a la luz, cuando se tumbaba, soñando,
en la estera de su casa.
En general el nativo vive como un niño,
puramente en el mundo visible, sin interrogarse siquiera
sobre sí mismo o sobre su entorno; pero Tuiavii
tenía un extraordinario carácter. Se había
elevado sobre sus compañeros, porque vivía
conscientemente y por eso poseía esa exigencia
interior que nos separa de las gentes primitivas, más
que cualquier otra cosa.
Debido a su ser, propio de esta clase de hombres,
Tuiavii deseaba conocer más de esa lejana Europa.
Ese deseo ardía en su interior desde los días
escolares en la misión marista, y solamente fue
satisfecho cuando llegó a adulto. Se unió
a un grupo de etnólogos que volvían tras
acabar sus estudios y, visitó uno tras otro,
la mayoría de los estados de Europa, donde llegó
a conocer su cultura y peculiaridades nacionales. Una
y otra vez me maravilló la exactitud con que
recordaba hasta los más pequeños detalles.
Tuiavii poseía en alto grado el don de la observación
sobria e imparcial. Nada podía ofuscarle; nunca
se permitía ser apartado de la verdad por palabras.
En realidad lo vio todo desde su originalidad, aunque
a lo largo de su visita nunca pudo abandonar su propio
punto de vista.
Fui su vecino durante algo más de un año,
siendo un miembro de la comunidad de su pueblo, pero
Tuiavii sólo me tomó como confidente cuando
llegamos a ser amigos. Después de haber superado,
incluso olvidado, al europeo que hay en mí, cuando
él se hubo convencido de que yo estaba maduro
para su sabiduría sencilla y de que no me reiría
de él (algo que nunca hice), solamente entonces
decidió que merecía la pena que escuchara
algunos fragmentos de sus escritos. Me los leyó
en voz alta, sin ningún patetismo, como si fuera
una narración histórica. Aunque solamente
fuera por esa razón, lo que estaba diciendo trabajaba
en mi mente y daba origen al deseo de retener las cosas
que había oído.
Sólo mucho después me confió
Tuiavii sus notas y me dio permiso para traducirlas
al alemán. Pensó que yo quería
usarlas para mis estudios personales y nunca supo que
la traducción sería publicada, como sucedió.
Todos estos discursos no son más que toscos borradores
y juntos no forman un libro bien escrito. Tuiavii no
los ha visto nunca en ninguna otra forma. Solamente
cuando tuvo todo el material archivado cuidadosamente
en su cabeza y todas las ideas claras, quiso empezar
su “misión”, como él la llamaba,
entre los polinesios. Yo tuve que abandonar las islas
antes de que empezase su informe.
Aunque me he sentido obligado a hacer la traducción
tan literal como me fuera posible y no he alterado ni
una sílaba en la composición de los discursos,
me doy cuenta de que la original franqueza y el extraordinario
vocabulario han sufrido profundamente. Cualquiera que
haya intentado alguna vez transformar algo de un idioma
primitivo a uno moderno, reconocerá inmediatamente
los problemas que se plantean al reproducir la expresión
infantil de modo que no parezca estúpida o disparatada.
Tuiavii, el inculto habitante de la isla, consideró
la cultura europea como un error, un camino a ninguna
parte. Esto sonaría un poco pomposo si no estuviera
dicho con la maravillosa simplicidad que traicionaba
el lado débil de su corazón. Es verdad
que pone en guardia a sus compatriotas y les dice que
se libren de la dominación europea pero al hacerlo
su voz se llena de tristeza y delata que su ardor misionero
nace de su amor por la humanidad, no del odio. «Vosotros,
compañeros, pensáis que podéis
mostrarnos la luz", me dijo cuando estuvimos juntos
por última vez, pero «lo que realmente
hacéis es tratar de arrastrarnos a vuestra charca
de oscuridad". Él miraba el ir y venir de
la vida con honestidad de niño y amor por la
verdad, y por eso encontraba discrepancias y defectos
morales que, y al acumularlos en su memoria, se convirtieron
en lecciones de vida. No entiende dónde radica
el mérito de la cultura europea, que alinea a
su propia gente y los hace falsos, artificiales y depravados.
Cuando resume lo que la civilización nos ha aportado,
empezando por nuestro aspecto, descrito como el de un
animal cualquiera; lo llama por su propio nombre, con
una actitud muy antieuropea e irreverente, describiéndonos
de forma incompleta pero correcta, de manera que acabamos
sin saber quién es el que ríe, el pintor
o su modelo.
En esta aproximación infantil a la realidad,
a corazón abierto, reside, pese a su falta de
respeto, el verdadero valor para nosotros los occidentales
de los discursos de Tuiavii; por eso siento que su publicación
está justificada. Las guerras mundiales nos han
convertido en occidentales escépticos con nosotros
mismos; empezamos a preguntarnos sobre el valor intrínseco
de las cosas y a dudar de si podemos llevar a cabo nuestros
ideales a través de nuestra civilización.
Por ello deberíamos considerar que no estamos,
quizá, tan civilizados y descender de nuestro
nivel espiritual al pensamiento de este polinesio de
las islas de Samoa, que no está aún agobiado
por una sobredosis de educación, que es todavía
original en sus sentimientos y pensamientos y que quiere
explicarnos que hemos matado la esencia divina de nuestra
existencia, reemplazándola por ídolos.
Erich Scheurmann
(1) Bebida popular de Samoa, hecha de
raíces de la planta de IkIlá-11 7,111
(2) Servicio religioso.
NOTA DE LOS EDITORES:
LOS PAPALAGI son una colección de discursos
escritos por un jefe del Pacífico Sur, Tuiavii
de Tiavea, y destinados a su gente. Aparecieron por
primera vez en una edición alemana durante la
segunda década de este siglo, en una traducción
realizada por su amigo Erich Scheurmann.
Erich Scheurmann los arregló para que su editorial,
De Voortgank, los publicara en lengua holandesa en 1929.
LOS PAPALAGI son un estudio crítico orientado
antropológicamente, en el que se describe al
hombre blanco y su modo de vida. Al leerlo se debe tener
en cuenta que está compuesto de discursos dirigidos
a los nativos de las islas del Mar del Sur, que habían
tenido todavía pocos o ningún contacto
con la civilización del hombre blanco.
En la preparación de esta edición se
ha seguido el texto holandés de 1929 y la traducción
inglesa de Martín Beumer; a pesar de las faltas
de ortografía y de estilo, inevitables en las
distintas versiones del original samoano –no se
ha podido encontrar la primera versión del alemán
al holandés-, creemos que no le restarán
amenidad y, por otro lado, no dañarán
su claridad y originalidad.
COMO CUBREN LOS PAPALAGI SU CARNE O SUS NUMEROSOS TAPARRABOS
Y ESTERAS
Los Papalagi están siempre cavilando cómo
cubrir su carne del mejor modo posible. Un blanco, que
tenía mucha influencia y estaba considerado muy
sabio, me dijo: «el cuerpo y todos sus miembros
son carne; es a partir del cuello donde empieza la verdadera
persona». Creía que sólo la parte
del cuerpo que alberga con sus atributos buenos y malos
merece nuestra atención, refiriéndose
a la cabeza, naturalmente. Los blancos dejan descubierta
la cabeza y algunas veces las manos. Sin embargo, la
cabeza y las manos están hechas de carne. Quienes
que muestran algo más de su carne no pueden alcanzar
una perfecta imagen moral.
Cuando un joven toma a una mujer para que sea su esposa,
no puede estar seguro de que le va a agradar, porque
antes de esta ocasión nunca ha visto su cuerpo'.
Cada muchacha cubre su cuerpo, aunque tenga la figura
de la más bella Taopou(2), de modo que
nadie puede ver y disfrutar de tan espléndida
visión. La carne es pecado. Esto es lo que los
Papalagi dicen, porque para ellos sólo el espíritu
cuenta. El brazo que se alza a la luz del sol para lanzar
un venablo... es una flecha de pecado. El pecho al que
las olas del aire envuelven, es una casa donde el pecado
vive. Los miembros, con los que la doncella ofrece el
siva(3), son pecadores. Y con toda seguridad,
aquellas partes del cuerpo dedicadas a hacer nueva gente
y a deleitar al mundo con ellas, ¡están
llenas de pecado! Todo lo que se considera carne es
ur. pecado. Hay un veneno viviendo dentro de cada músculo,
un veneno traidor que salta de una persona a otra. Aquellos
que miran la carne absorben el veneno, son heridos por
él y se convierten en seres tan depravados como
los que la estaban enseñando. Esto es lo que
la sagrada moral de los blancos nos dice.
Ésta es la razón por la que el cuerpo
de los Papalagi va enteramente cubierto de taparrabos,
esteras y pellejos de animales, tan herméticamente
ajustados que ni siquiera un ojo humano ni los rayos
del sol son capaces de penetrarlos, tan apretados que
su cuerpo se vuelve de un blanco descolorido y parece
cansado como una flor que crece en el bosque bajo pesados
árboles.
¡Oíd cuán pesadas cargas lleva
un solo Papalagi en su cuerpo, vosotros hermanos, los
más elegantes de muchas islas! Para empezar,
el cuerpo desnudo se envuelve con una piel blanca y
gruesa, hecha de las fibras de una planta, y llamada
sobrepiel. Se lanza arriba al aire, y luego se deja
caer deslizándola hacia abajo por la cabeza,
el pecho por encima de los brazos hasta las caderas.
De abajo a arriba, desde las piernas y caderas hasta
el ombligo, se lleva otra de estas sobrepieles (camisetas).
Estas dos pieles están cubiertas por una tercera
que es más gruesa. Una piel tejida con los pelos
lanosos de un animal de cuatro patas, especialmente
criado para este propósito. Esto es el verdadero
taparrabos. Usualmente se compone de tres partes: la
primera cubre la parte superior del cuerpo; la segunda,
la sección media; y la tercera, las caderas y
las piernas. Las tres partes están unidas por
conchas y cuerdas hechas con savia seca del árbol
del caucho, por eso dan la impresión de ser una
sola pieza. Normalmente este taparrabos tiene el tono
la gris de la laguna durante el húmedo monzón.
No puede ser nunca totalmente de colores, como máximo
la parte media, y entonces sólo la lleva la gente
que tiene mala reputación y a la que le gusta
perseguir al otro sexo.
Finalmente, alrededor de los pies se atan una piel
tal moldeable como recia. Normalmente la piel suave
es elástica y se moldea bien a la forma del pie,
pero la dura no lo hace en absoluto. Están hechas
de gruesos pellejos de animal que han sido puestos en
remojo, deshollados con navaja, golpeados y colgados
al sol tanto tiempo que se han endurecido y curtido.
Usando esto, los Papalagi construyen una especie de
canoa con los lados altos, lo suficientemente grande
para que el pie se ajuste. Una canoa para el pie izquierdo
y otra para el derecho. Estos pequeños «piesbarcos»
están sujetos alrededor de los tobillos con cuerdas
y garfios para contener el pie dentro de una fuerte
cápsula, como el caracol en su casa. Los Papalagi
llevan estas pieles desde el amanecer al ocaso, los
llevan incluso de malaga(4) y cuando bailan,
los llevan incluso cuando hace tanto calor como antes
de una tormenta de lluvia tropical.
Esto va contra la naturaleza y también lo entiende
así el hombre blanco; cansa sus pies hasta que
parecen muertos y apestados, y como que han perdido
la habilidad de agarrar cosas o de trepar a los árboles,
los Papalagi tratan de esconder su vergüenza embadurnando
el pellejo animal, que originalmente parecía
rojo, con una especie de grasa que lo hace brillar después
de extenderla frotando. Resplandecen con tanto brillo
que a duras penas pueden los ojos soportar el destello
y tienen que desviar la mirada.
Vivió una vez allí, en Europa, un Papalagi
que se hizo famoso y al que mucha gente acudía
porque les decía que no era bueno llevar estos
pellejos ajustados y pesados alrededor de los pies;
en cambio caminar descalzo bajo el cielo abierto, mientras
el rocío de la noche todavía yace sobre
los campos, hace que todas las enfermedades desaparezcan
de ti. Ese hombre era muy sabio y de muy buena salud,
pero la gente se rió de él y pronto fue
olvidado.
Al igual que el hombre, la mujer también lleva
esteras y taparrabos ajustados a su cuerpo y tobillos;
por eso su piel está llena de cicatrices y cardenales.
Sus senos se han vuelto fláccidos por la presión
de una estera que atan alrededor del pecho, desde la
garganta hasta la parte baja del cuerpo y también
alrededor de la espalda, con un apuntalamiento suplementario
de espinas de pescado, alambre de hierro y cuerdas.
La mayoría de las madres dan a sus hijos leche
de un tubo de vidrio que se cierra por la parte de abajo
y que tiene una tetilla artificial sujeta a la parte
superior. Y no siempre dan su propia leche, sino la
leche de un animal feo con cuernos que ha sido sacada
tirando fuertemente de sus cuatro pezones del vientre.
Sin embargo, es común que los taparrabos de
las hembras sean más finos que los de los machos,
y con más colorido y atractivo. Algunas veces
se permite que la carne de los brazos y de la garganta
asome, enseñando de este modo más carne
que los machos. No obstante, se considera virtuoso que
una chica se mantenga completamente cubierta y entonces
la gente dice: «ella es casta», lo que significa
que sigue las reglas del comportamiento decente.
Por esto nunca he entendido por qué está
permitido que mujeres y muchachas muestren la carne
de sus espaldas y cuello en las grandes fonos' sin caer
en desgracia. Quizás en ello resida la gran atención
de la fiesta, en que las cosas que han estado prohibidas
todo el tiempo, se permiten ahora. Los hombres siempre
mantienen sus torsos y cuellos completamente cubiertos.
Desde sus gargantas hasta sus pectorales, los alii(6)
llevan un taparrabos enyesado del tamaño
de un aro blanco, también atiesado con yeso,
y arrollado al cuello. A través del aro, él
hace salir una pieza de tela con colores doblada como
la cuerda de un bote; está atravesada por una
aguja de oro o una perla, y cuelga a lo largo del escudo
blanco. Muchos Papalagi también llevan aros de
yeso alrededor de las muñecas, pero nunca en
los tobillos.
Este escudo y aros blancos son muy importantes. ¡Un
Papalagi nunca se presentaría ante una mujer
sin sus ornamentos en el cuello! Si ese aro se volviera
sucio y no brillase, sería aún peor. Por
esa razón los alii de alta cuna cambian sus corazas
y anillos de yeso cada día.
Por su parte, la mujer tiene muchas ropas de todos
los colores, a menudo llenando un gran número
de canastas, y la mayoría de sus pensamientos
están dedicados a la elección de qué
taparrabos llevar y cuándo, si debe llevar uno
largo o uno corto, y habla apasionadamente sobre los
abalorios que supone van de acuerdo con la prenda; el
hombre sólo tiene un traje de fiesta y rara vez
habla sobre él. Éste es el llamado ropaje
del pájaro: un largo taparrabos negro que mengua
en un punto de la espalda, como el rabo de un loro en
la selva(7). Con este traje ceremonial, las manos también
tienen que ser cubiertas con pieles blancas, pieles
que han de ser metidas en los dedos y están tan
ajustadas que hacen que la sangre se encienda y hormiguee
en la cabeza. A los hombres inteligentes se les permite,
por consiguiente, llevarlos en una mano o ponerlos en
el taparrabos cercano a la glándula del pecho.
Cuando un hombre o una mujer dejan su choza y salen
a la calle, se envuelven en otra ropa muy ancha, que
puede ser más gruesa o más fina, depende
de cuánto brille el sol. Entonces cubren también
sus cabezas. Los hombres, con un recipiente para beber,
negro y rígido, que es redondo y hueco como los
techos de nuestras chozas samoanas. Las mujeres llevan
grandes cesterías de mimbre o canastas invertidas,
plumas, tiras de tela, cuentas y otras clases de abalorios.
Estos cubre-cabezas se parecen mucho al tuigas de una
Taopou, excepto que son mucho más bellos y no
se caen durante una tormenta o mientras se baila. Cuando
se encuentran con alguien, los hombres blanden sus pequeñas
cabezaschozas, mientras que las mujeres únicamente
inclinan sus cargadas cabezas muy lentamente, como un
bote que está sobrecargado.
Sólo por la noche, cuando el Papalagi va a la
cama, se quita de verdad todos sus taparrabos, aunque
sólo para reemplazarlos inmediatamente por otro
que se abre por la parte de abajo y deja los pies desnudos.
Por la noche usualmente las mujeres y muchachas llevan
una tela que tiene preciosos bordados en el cuello,
aunque rara vez se muestran mientras la llevan. Tan
pronto como el Papalagi yace en su estera, se cubre
hasta el cuello con las plumas del estómago de
un gran pájaro, envueltas por una enorme pieza
de tela que impide que vuelen esparciéndose.
Estas plumas hacen sudar al cuerpo y contribuyen a que
el Papalagi crea que yace al sol, aun cuando no brille
en absoluto. Curiosamente por el verdadero sol tienen
muy poco interés.
Se entiende fácilmente que haciendo todo esto
el cuerpo de los Papalagi se vuelva de un blanco pálido
y carezca del color de la alegría. Pero eso es
lo que en realidad le gusta al hombre blanco. En especial
las muchachas están continuamente alertas para
proteger su piel de la gran luz que podría quemarla
y enrojecerla. Tan pronto como salen al sol sostienen
un gran toldo sobre su cabeza. ¡Como si la palidez
de la luna fuera más bonita que el color del
sol! Los Papalagi prefieren hacer estas cosas a su modo
y están siempre redactando leyes para respaldar
sus puntos de vista. Aunque sus narices sean tan agudas
como los dientes del tiburón, ello no significa
necesariamente que sean más bellas que nuestras
narices, que son redondas y suaves. ¿Creemos
que son feos porque pensamos de modo distinto sobre
todo esto? Como los cuerpos de las mujeres y muchachas
están siempre cubiertos, vive dentro de los hombres
el profundo deseo de ver su carne. Algo que uno puede
muy bien imaginar. Tienen eso en su mente día
y noche, y hablan mucho del cuerpo femenino de tal modo
que vosotros pensaríais cómo una cosa
tan bella y natural puede ser pecado y debe esconderse
en la oscuridad. Sólo si empezaran a enseñar
esa carne podrían centrar su atención
en otras cosas y sus ojos cesarían de murmurar
palabras sucias cuando pasa una chica.
¿Podéis imaginar mayor locura, amigos
míos que se considere la carne como un pecado,
un aitu(9)? Si tuviéramos que creer
al hombre blanco, compartiríamos su deseo de
que nuestra came se convirtiera en lava congelada, sin
el calor benéfico que brota del interior. Sin
embargo, nosotros queremos seguir divirtiéndonos,
seguir comunicándonos a través de nuestros
cuerpos con el sol, guardando nuestra habilidad de correr
como caballos salvajes, porque estamos desembarazados
de taparrabos y no tenemos pielesprotege-pie que nos
hagan retrasar los pasos y no nos preocupamos de las
cubiertas cayendo de nuestras cabezas. Disfrutemos de
la vista que nos ofrece una doncella esbelta de cuerpo
y con los miembros brillando al sol, o también
bajo la luna. El hombre blanco que tiene que cubrirse
tanto para esconder su vergüenza está loco,
ciego y no siente los verdaderos placeres de la vida.
(1) Aun después de convertirse
en su mujer, raras veces se muestra a sí misma,
y, cuando lo hace, es por la noche o en la penumbra.
(Nota de Tuiavii.)
(2) Reina de Mayo.
(3) Danza nativa.
(4) De viaje.
(5) Festividades.
(6) Caballeros.
(7) Traje formal de noche.
(8) Gran pañuelo para la cabeza.
(9) Espíritu maligno, demonio.
CANASTAS DE PIEDRA, ISLAS DE PIEDRA, GRIETAS Y LAS
COSAS QUE HAY EN ELLAS
Los Papalagi viven como los crustáceos, en sus
casas de hormigón. Viven entre las piedras, del
mismo modo que un ciempiés; viven dentro de las
grietas de la lava. Hay piedras sobre él, alrededor
de él y bajo él. Su cabaña parece
una canasta de piedra. Una canasta con agujeros y dividida
en cubículos.
Sólo por un punto puedes entrar y abandonar
estas moradas. Los Papalagi llaman a este punto la entrada
cuando se usa para entrar en la cabaña y la salida
cuando se deja, aunque es el mismo y único punto.
Atada a este punto hay un ala de madera enorme' que
uno debe empujar fuertemente hacia un lado para poder
entrar. Pero esto es sólo el principio; muchas
alas de madera tienen que ser empujadas antes de encontrar
la que verdaderamente da al interior de la choza.
En la mayoría de estas cabañas vive más
gente que en un poblado entero de Samoa. Por consiguiente,
cuando devuelves a alguien la visita, debes saber el
nombre exacto de la aigal que quieres ver, ya que cada
aiga tiene su parte propia en la canasta de piedra para
vivir: la superior o la inferior, la central o la de
la derecha, la izquierda o la de enfrente. A menudo,
un aiga no sabe nada de la otra aiga, aunque sólo
estén separadas por una pared de piedra y no
por Manono, Apolina o Sauaii2.
Generalmente, apenas conocen los nombres de los otros
y cuando se encuentran en el agujero por el que pasan
furtivamente, se saludan con un corto movimiento de
la cabeza o gruñen como insectos hostiles, como
si estuvieran enfadados por vivir tan cerca.
Cuando un aiga vive en la parte más alta de
todo, justo debajo del tejado de la choza, el que quiera
visitarlos debe escalar muchas ramas que conducen arriba,
en círculo o en zig-zag, hasta que se llega a
un sitio donde el nombre de la aiga está escrito
en la pared. Entonces, ve delante de sus ojos una elegante
imitación de una glándula pectoral femenina,
que cuando la aprieta emite un grito que llama a la
aiga. La oiga mira por un pequeño atisbadero
para ver si es un enemigo el que ha tocado la glándula;
en ese caso, no abrirá. Pero si ve a un amigo,
desata el ala de madera y abre de un tirón. Así
el invitado puede entrar en la verdadera cabaña
a través de la abertura.
Incluso esta cabaña está dividida por
paredes de piedra en pequeños cubículos.
Para pasar de una parte a otra, entras en cubículos
cada vez más pequeños. Cada cubículo,
llamado habitación por los Papalagi, tiene un
agujero en la pared, y los mayores a veces tienen dos
o tres para dejar pasar la luz. Estos agujeros están
tapados con una pieza de vidrio que puede ser movida
cuando ha de entrar aire fresco en la habitación,
lo cual es muy necesario. Hay también muchos
cubículos sin agujeros para la luz y el aire.
La gente como nosotros se sofocaría rápidamente
en canastas como éstas, porque no hay nunca una
brisa fresca omo en una choza samoana. Los humos de
las chozas-cocina tampoco pueden salir. La mayor parte
del tiempo el aire que viene de afuera no es mucho mejor.
Es difícil entender que la gente sobreviva en
estas circunstancias, que no se conviertan por deseo
en pájaros, les crezcan las alas y vuelen para
buscar el sol y el aire fresco. Pero los Papalagi son
muy aficionados a sus canastas de piedra y ni siquiera
sienten lo malas que son.
Cada cubículo tiene su propia función.
El mayor y mejor iluminado sirve a la familia para el
fono3 y la recepción de invitados, y otro cuarto
está reservado para dormir. Allí yacen
las esteras para dormir, o mejor dicho, están
extendidas sobre un andamiaje de madera que se levanta
sobre altas patas, de modo que el aire circula bajo
las esteras. Un tercer cubículo se usa para ingerir
comida y producir olas de humo. En el cuarto se guarda
la comida, el quinto está usado para su preparación
y el último cubículo, el más pequeño,
se usa para bañarse. Ésta es la habitación
más bonita. En las paredes están colgados
espejos, el suelo está decorado con llamativas
baldosas y en el centro se yergue un enorme recipiente,
hecho de metal o piedra y lleno de agua, caldeada o
no. A este recipiente, quizá más grande
que la tumba de un rey, sube el Papalagi para lavarse
y quitarse las arenas de las canastas de piedra. Naturalmente
hay canastas con incluso más cubículos.
En algunas cada niño tiene también su
propio criado, e incluso sus perros y caballos.
Entre estas canastas, los Papalagi pasan su vida entera.
Ahora en una canasta, después en otra, dependiendo
de la posición del sol. Sus ni-. ños crecen
en el interior de estas canastas, por encima del suelo,
más arriba que la palmera más alta. De
vez en cuando los Papalagi dejan sus canastas privadas,
como ellos las llaman, para ir a una canasta donde hacen
sus trabajos y no quieren ser molestados por la presencia
de esposa y niños. Mientras tanto, las mujeres
y las muchachas están atareadas en la cabaña-cocina
preparando los platos, abrillantando las pieles de los
pies o lavando taparrabos. Cuando son lo suficientemente
ricos para mantener criados, entonces éstos hacen
el trabajo, mientras ellos van devolviendo visitas o
salen a comprar comida fresca.
Tanta gente como hay viviendo en Samoa, vive de este
modo en Europa, y quizás incluso más.
Con todo, hay poca gente que anhele el sol, la luz y
los bosques, pero como norma esto se considera una enfermedad
contra la cual uno tiene que defenderse. Cuando uno
se siente infeliz en esta vida pedregosa, los demás
dicen que no es natural, con lo que dan a entender que
él no sabe lo que Dios ha querido que fuera.
Actualmente estas canastas se yerguen a menudo unas
cerca de otras, en enormes cantidades, ni siquiera separadas
por una palmera o un arbusto, como la gente de pie,
hombro contra hombro. Dentro de cada canasta vive tanta
gente como habitantes hay en un pueblo entero de Samoa.
Y directamente enfrente, sólo a un tiro de piedra,
una segunda fila de canastas aparece, también
hombro contra hombro y con gente viviendo en su interior.
Por consiguiente, entre las dos filas hay apenas una
grieta estrecha que los Papalagi llaman calle. Algunas
veces estas grietas son tan largas como ríos
y están cubiertas de duras piedras. Uno tiene
que andar hasta muy lejos para encontrar un lugar abierto,
y en este lugar abierto confluyen muchas otras grietas.
Éstas también son largas como riachuelos
de agua fresca e intercomunicadas por grietas de igual
longitud. Durante días sin fin puedes caminar
por estas grietas sin salir a un bosque o ver un poco
de cielo azul. Mirando hacia arriba desde estas grietas,
difícilmente puedes ver un poco de espacio claro,
porque dentro de cada choza arde como mínimo
un fuego y la mayor parte del tiempo muchos a la vez.
Por eso los firmamentos están siempre llenos
de humos y cenizas, como después de una erupción
del volcán en Sauaü. Las cenizas llueven
sobre las grietas, por eso las canastas de piedra han
tomado el color del barro de los pantanos de mangle
y la gente tiene hollín negro en el ojo y el
pelo, y arena entre los dientes.
A pesar de todo, los Papalagi caminan entre estas grietas
desde la mañana hasta la noche. Hay algunos que
incluso lo hacen con cierta pasión. He visto
grietas en las que había agitación todo
el tiempo y por las que una masa de gente fluía
como grueso estiércol húmedo. Han construido
en estas calles enormes cajas de cristal en las que
toda clase de cosas están expuestas, cosas que
el Papalagi necesita para vivir: taparrabos, pieles
para pies y manos, ornamentos para la cabeza, cosas
de comer, carne y también frutas reales y legumbres,
y muchas otras cosas más. Estas cosas están
expuestas para que todo el mundo puede verlas y además
aparecen muy tentadoras. Pero no se permite a nadie
coger nada de allí, aunque lo necesite con urgencia,
hasta después de pedir permiso y de hacer un
sacrificio.
Hay muchas grietas en las que el peligro acecha por
todas partes, porque la gente no sólo camina
una contra otra, sino que se embisten también
desde dentro de enormes cajas de vidrio que se deslizan
en correderas de metal. Hay un ruido tremendo. Nuestras
orejas empiezan a silbar a causa de los caballos que
golpean el pavimento con sus pezuñas y de la
gente que patea con fuerza con sus pieles de los pies;
a causa de los niños berreando y de los hombres
chillando. Y todos ellos gritan, por alegría
o por miedo. Es imposible hacerte oír, a menos
de que grites tú también. Hay un repiqueteo,
retumbar, crujir y aporrear continuo, como si estuvieras
de pie ante los acantilados de Sauaü durante una
gran tormenta. Pero ese ruido al menos es agradable
y no te roba la voz como sucede con el ruido de estas
grietas de piedra.
Estas canastas de piedra con toda esa gente, estas
profundas grietas de piedra entrelazándose como
largos ríos, la actividad febril y el movimiento,
el humo negro y la suciedad flotando en lo alto sin
un simple árbol, sin una mancha de cielo azul
o bellas nubes, todo esto junto es llamado «ciudad»
por los Papalagi. La ciudad es su creación y
su orgullo. La gente que está viviendo allí
no ha visto nunca un árbol o un bosque, jamás
han visto el cielo claro ni han encontrado al Gran Espíritu
cara a cara, son gente que vive omo los reptiles en
las lagunas o en los arrecifes de coral, aunque estos
animales, al menos, son bañados por la clara
agua del mar y besados por los labios cálidos
de los rayos del sol. ¿Están los Papalagi
orgullosos de haber reunido tanta piedra? No lo sé.
Los Papalagi son gente con gustos raros. Sin ninguna
razón en especial, hacen toda clase de cosas
que les ponen enfermos, pero aún se sienten orgullosos
de ellas y cantan odas a su propia gloria.
Así llaman ciudad a lo que he descrito. Y hay
muchas ciudades semejantes, pequeñas y grandes.
En la más grande vive uno de los jefes del país.
Las ciudades están dispersas sobre las tierras,
como nuestras islas están dispersas en el mar.
Algunas veces no hay más que la distancia de
un baño entrE ellas, otras veces un día
de viaje. Todas estas islas de piedra están muy
bien comunicadas por caminos. Pero también puedes
viajar en un barco de tierra, largo y estrecho como
un gusano, despidiendo humo todo el tiempo y deslizándose
muy rápido sobre caminos de hierro, más
rápido que una canoa con doce hombres remando
al límite de velocidad. Pero si quieres llamar
a un «tafola», a un amigo que está
lejos, no necesitas caminar o desplazarte hasta él,
puedes soplar tus palabras en una cuerda de metal que
corre entre una isla de piedra y otra como una larga
enredadera. Más rápido de lo que un pájaro
puede volar llegarán a su destino.
Entre estas islas de piedras se encuentra la verdadera
tierra llamada Europa. Fuera de allí, hay regiones
tan bellas y fértiles como nuestras islas, donde
hay pájaros, ríos y bosques y también
pueblos de verdad.
En estos pueblos vive otra gente que en las ciudades,
gente de carácter diferente. Se les llama gente
de campo. Tienen manos más grandes y taparrabos
más sucios. Su vida es mucho más saludable
y hermosa que la de la gente de las grietas, pero no
se dan cuenta. Están celosos de la gente de la
ciudad, a los que llaman huesos gandules porque no trabajan
la tierra, ni plantan las frutas o las recogen. Viven
en animosidad unos contra otros porque tienen que darles
comida de sus tierras, coger las frutas para que la
gente de las grietas se las coma y criar y cuidar al
ganado hasta que haya engordado y entonces compartirlo
con los otros. Naturalmente, es difícil proveer
a toda esa gente de la ciudad de comida y no entienden,
con razón, por qué esos huesos-gandules
llevan taparrabos más limpios y por qué
tienen manos más bellas y blancas que ellos,
y por qué no tienen que sudar al sol y tiritar
en la fría lluvia.
A la gente de las grietas no les importa mucho todo
esto. Están convencidos de que tienen más
derechos que la gente del campo y de que su trabajo
es más importante que plantar legumbres en la
tierra. A pesar de todo, este conflicto entre los Papalagi
no es lo suficientemente serio para acabar en guerra.
Pero ya vivan en el campo o en las grietas, a los Papalagi
les gustan en general las cosas tal como son. El hombre
del campo admira las viviendas de la gente de las grietas
cuando ocasionalmente va allí, y la gente de
las grietas gorgea y canta todo su poderío cuando
pasa por un pueblo. La gente de las grietas permite
a la gente del campo cebar sus cerdos artificialmente,
y la gente del campo les deja construir sus canastas
de piedra y regocijarse en ello.
Pero nosotros, niños libres del sol y de la
luz, permaneceremos leales al Gran Espíritu y
no oprimiremos nuestros corazones con piedras pesadas.
Sólo gente enferma y perdida que se ha alejado
de la mano de Dios puede vivir en grietas, donde el
sol, el viento y la luz no pueden entrar. Con placer
dejamos al Papalagi su dudosa felicidad, pero nos defenderemos
contra sus esfuerzos de construir canastas de piedra
también en nuestro soleado país y de matar
la alegría de la vida con rocas, grietas, suciedad,
ruido, humo y polvo, como es su intención.
(1) Familia.
(2) Tres islas pertenecientes al grupo
de Samoa.
(3) Salutaciones.
EL METAL REDONDO Y EL PAPEL TOSCO
Escuchadme con mente abierta, mis más sensibles
hermanos, y estad agradecidos de no conocer los pecados
y horrores del hombre blanco. Todos vosotros sois mis
testigos de que el misionero dijo: «Dios es amor».
Un buen cristiano ha de mantener siempre la imagen del
amor ante sus ojos.Ésta es la razón, según
él, por la que el hombre sólo reza al
Gran Dios. Hermanos, él nos ha mentido y nos
ha estafado; él fue sobornado por los Papalagi
para conducimos por el mismo camino con las palabras
del Gran Espíritu. Porque ellos adoran el papel
tosco y el metal redondo, invocan al dinero como a un
Dios.
Cuando hablas a un Europeo sobre el Dios del Amor,
sonríe y pone cara divertida. Sonríe por
tu estupidez. Pero tan pronto como le muestres una pieza
de metal redondo y brillante o una hoja de papel tosco,
entonces sus ojos se iluminan y la saliva empieza a
babear por sus labios. Dinero es su único amor,
el dinero es su Dios. Esto es en lo que todos los blancos
piensan, incluso cuando duermen. Hay algunos cuyas manos
se han vuelto retorcidas y han tomado la apariencia
de las patas de una termita, como resultado del continuo
esfuerzo por obtener el metal y el papel. A otros se
les han vuelto ciegos sus ojos de tanto contar el dinero.
Existen aquéllos que han dado su alegría
a cambio de dinero, su risa, su honor, su alma, su felicidad;
sí, incluso su esposa y niños. Casi todos
ellos han dado su salud por dinero. Lo llevan consigo
en sus taparrabos, doblado junto, entre duras pieles.
Por la noche lo ponen bajo su envuelve-camas, de modo
que nadie pueda llevárselo. Piensan en él
noche y día, cada hora, cada minuto. Y todo el
mundo ¡todo el mundo! ¡los niños
también! Se lo llevan a casa. Sus madres se lo
enseñan y lo ven de sus propios padres. Cuando
caminas por las grietas de Siamanisi, oyes gritar por
todas partes. ¡mark! Y un momento después
otra vez ¡mark! En todas partes oyes este grito,
ya que es el nombre local del metal redondo y del papel
tosco. En Fafali2, se le llama franc, en Peletania3,
shilling, y en Italia, lira. Mark, franc, shilling,
lira, todo es lo mismo. Todo significa dinero, dinero,
dinero. Dinero es el único Dios verdadero de
los Papalagi, al menos si consideras que Dios es lo
que más amas.
Y así, en la tierra de los blancos es imposible
estar sin dinero, ni siquiera por un momento, entre
el amanecer y el ocaso, ¡sin nada de dinero! No
podrías satisfacer tu hambre, tu sed, serías
incapaz de encontrar una estera para la noche. Te encerrarían
en la más sombría pfui-pful4 y difamarían
tu nombre en muchos papeles5, porque no tienes dinero.
Tienes que pagar, que significa dar dinero, por el suelo
en el que permaneces de pie, por el punto donde quieres
construir tu cabaña, por la estera para la noche,
por la luz que brilla en el interior de tu cabaña.
Cuando quieres cazar al gorrión o ir a un sitio
en el que la gente se divierte, donde cantan y bailan,
o si quieres pedir consejo a tu hermano, debes pagar
por todo. En todas partes tu hermano permanece con una
mano extendida y te despreciará y maldecirá
si la dejas sin llenar. Una sonrisa de excusa o una
mirada amistosa no ayudan a ablandar su corazón.
En lugar de eso abrirá su boca y te gritará:
«¡Granuja, huesos-gandules, mendigo!»,
que significa todo lo mismo y está considerado
como un grave insulto. Incluso para nacer tienes que
pagar y, cuando mueres, tu aiga debe pagar, puesto que
tú estás muerto y debes pagar para obtener
permiso para depositar tu cuerpo en la tierra y por
la gran piedra que ponen encima de tu tumba como recordatorio.
He descubierto una única cosa por la que no
se pide dinero y de la que todo el mundo puede tomar
tanto como quiera: el aire para respirar. Pero sospecho
que eso ha escapado meramente a su atención y
no dudo en decir que, si mis palabras pudieran ser oídas
en Europa, inmediatamente pedirían metal y papel
tosco por eso también. Porque cada europeo siempre
está a la búsqueda de una razón
para pedir continuamente más dinero.
Estar en Europa sin dinero es como ser un hombre sin
cabeza, sin miembros, un cero. Debes tener dinero. Necesitas
dinero como necesita la comida, beber y dormir. Cuanto
más dinero tienes más fácil es
la vida. Cuando posees dinero puedes comprar tabaco,
anillos y hermosos taparrabos. Puedes comprar tanto
tabaco, anillos y taparrabos como quieras, tanto como
tu dinero te permita. Si tienes mucho dinero, puedes
comprar muchas cosas. Por consiguiente todo el mundo
quiere más del que tiene el otro. Por eso todos
van tras el dinero y los ojos de todo el mundo lo persiguen
constantemente. Cuando tiras una pieza de metal redondo
en la arena, los niños se arrojan detrás
y luchan por él, y el que lo coges es el vencedor
y está muy feliz. Sin embargo no se tiran regularmente
piezas de dinero en la arena. ¿De dónde
viene el dinero?, ¿Cómo puedes obtener
mucho? Oh, de todas las formas, fácil y difícil.
Cuando cortas el cabello a tu hermano, cuando quitas
la suciedad de enfrente de su casa, cuando vas en una
canoa por el agua y cuando tienes un gran pensamiento.
Sí, en este documento debe mencionarse que no
sólo se pide el metal redondo y el papel tosco
para casi todo; también puedes obtenerlo haciendo
casi nada. Lo único que tienes que hacer es realizar
una acción que en Europa es llamada «trabajo».
«Trabaja y tendrás dinero», es la
norma común europea. Existe, sin embargo, una
gran injusticia que el Papalagi tiende a ignorar, y
que no considerará porque significaría
reconocer esta injusticia. No toda la gente que tiene
mucho dinero también trabaja mucho. (Naturalmente
a todo el mundo le gustaría tener mucho dinero
sin tener que trabajar por ello). Así es como
funciona; tan pronto como un blanco tiene suficiente
dinero para su comida, su cabaña y su estera,
y un poco para ahorrar, por ese poco deja a su hermano
trabajar con él. Empieza dejándole hacer
el trabajo que pone sus manos toscas y sucias. Le deja
que limpie la suciedad que él hace. Y si es una
mujer, alquila una muchacha para hacer el trabajo por
ella. La chica debe limpiar las esferas sucias, los
utensilios para la comida y las pieles de los pies.
Debe remendar los taparrabos rasgados y no puede hacer
nada que no sea agradable o útil a la señora.
De este modo él o ella ganan tiempo para hacer
un trabajo mayor, más importante o más
agradable, por el que reciben más dinero y no
tienen que ensuciarse las manos o fatigar sus músculos.
Si él es un constructor de botes, ellos tienen
que ayudarle a construir botes. Del dinero que él
gana con el trabajo de otro hombre, dinero que con todo
derecho debiera pertenecer a este hombre, aparte la
mayor parte y tan pronto como puede, alquila a otro
hombre para trabajar por él y más tarde
a un tercero; más y más hermanos están
construyendo botes para él, algunas veces hasta
más de cien. Finalmente ya no hace nada más
que tumbarse en su estera, beber kaua europea y quemar
esas cañas humeantes. Él da los barcos
cuando están listos y recibe el metal redondo
y el papel tosco, que los otros ganaron por él.
La gente dice que es rico. Todo el mundo le envidia,
le adula, le habla de un modo amistoso. Porque en la
tierra de los blancos un hombre no es respetado por
su nobleza o su valor, sino por la cantidad de dinero
que tiene, cuánto gana en un día y cuánto
puede recoger en sus cajas fuertes de hierro, que son
tan pesadas que ni siquiera un terremoto puede menearlas.
Hay muchos blancos que ahorran todo el dinero que los
otros ganan para ellos; entonces lo llevan a un sitio
donde está muy bien guardado. Siempre llevan
más dinero allí, hasta que ni siquiera
necesitan ya a los otros para hacer el trabajo por ellos,
porque el dinero hace el trabajo por sí solo.
Cómo una cosa así es posible, sin nada
en absoluto de hechicería, nunca me resultó
del todo claro, pero parece que el dinero llama al dinero;
como las hojas creciendo en un árbol, así
un hombre se va haciendo cada vez más rico, incluso
cuando está dormido.
Ni siquiera cuando alguien tiene mucho dinero, mucho
más del que la mayoría de gente tiene,
tanto que cientos de miles de trabajadores podrían
reducir con él su aflicción, cede nada
de él. Cubre el metal redondo con sus manos y
se sienta sobre el papel tosco; avaricia y avidez arden
en sus ojos. Y cuando le preguntas qué proyecta
hacer con todo ese dinero, dándote cuenta de
que no puedes hacer mucho más en la tierra que
vestirte y saciar tu hambre y tu sed, entonces no sabe
qué decir o contesta: «Quiero ganar más
dinero, siempre más y más». Entonces
pronto te percatas de que el dinero le ha vuelto enfermo,
que su sentido común ha escapado ante la enfermedad
del dinero.
Él está enfermo y poseído, porque
su alma ha sido atrapada por el metal redondo y el papel
tosco, y ya nunca parará de acumular tanto como
sea posible. Nunca puede razonar: quiero dejar éste
mundo sin haber hecho ninguna maldad y sin llevar lastre
alguno, porque así es como el Gran Espíritu
me envió al mundo, sin metal redondo o papel
tosco. De este hecho sólo unos pocos se dan cuenta.
La mayoría permanecen enfermos para siempre,
nunca vuelven a estar sanos de corazón otra vez
y sólo se complacen en el poder que las enormes
cantidades de dinero les proporcionan. Se hinchan con
orgullo, como la fruta tropical tras un chaparrón.
Con júbilo dejan a sus hermanos ejecutar la labor
pesada, mientras ellos crecen gordos y echan carnes.
Hacen eso sin entrar en conflicto con su conciencia.
Muy orgullosos, miran sus dedos limpios, que nunca volverán
a ensuciarse otra vez. El conocimiento de que continuamente
roban la fuerza de los otros para añadirla a
la suya propia, no les preocupa o les roba el sueño
por la noche. No entra en sus mentes compartir con los
otros el dinero para aliviar su carga.
Por eso hay dos clases diferentes de gente en Europa:
el primer tipo tiene que trabajar duro y el segundo
trabaja sólo un poco, o nada en absoluto. Un
grupo nunca tiene tiempo para sentarse al sol, mientras
que los otros no hacen nada más. El Papalagi
dice: «No toda la gente puede tener tanto como
tienen algunos». En este refrán basa el
derecho a ser cruel cuando trafica con dinero. Su corazón
es como una piedra y su sangre es fría. Sí,
él engaña, miente, y es siempre deshonesto
y peligroso cuando sus manos van a conseguir dinero.
Ocurre a menudo que un Papalagi mata a otro, sólo
por dinero. O le mata con el veneno de sus palabras
o le droga para despojarle después de todo. Usualmente
es ésta la razón por la que uno no confía
en el otro; todos ellos conocen su debilidad. También
por eso es imposible averiguar si un hombre con mucho
dinero tiene también buen corazón. Es
posible que sea muy malo. Nunca puedes averiguar cómo
y dónde ha amasado sus riquezas.
Pero por esta misma razón, un hombre rico nunca
sabe si los honores que se le hacen son por su metal
redondo o por él; normalmente es por su metal
redondo. Por consiguiente, tampoco entiendo por qué
las personas que no poseen metal redondo y papel tosco
se sienten avergonzadas y envidian a las otras, en lugar
de dejar a las otras envidiarlas a ellas. Porque no
es ni honorable ni bueno llevar muchos cordeles con
conchas. Tampoco es bueno ser bendecido con tanto dinero.
Deja a la gente sin aliento y estorba los movimientos
naturales del cuerpo.
Pero ni un simple Papalagi osa despreciar el dinero.
Aquellos que no aman el dinero son ridiculizados, son
ualea6. Riqueza es tener mucho dinero, es ser feliz,
esto es lo que el Papalagi dice. Y también dice:
el país más rico es el más feliz.
Mis hermanos de piel luminosa, todos nosotros somos
pobres. Nuestra tierra es la más pobre de todas
las tierras bajo el sol. No tenemos suficiente metal
redondo o papel tosco para llenar ni siquiera un cofre.
De acuerdo con las normas de los Papalagi somos desdichados
mendigos. Y todavía, cuando miro a vuestros ojos
y los comparo con aquéllos de los ricos allí,
encuentro los suyos cansados, mortecinos y perezosos,
mientras que los vuestros brillan como la gran luz,
emitiendo rayos de felicidad, fuerza, vida y salud.
Sólo he visto ojos como los vuestros en los niños
de los Papalagi, antes de que puedan hablar. Porque
antes de esa época no tienen todavía conocimiento
del dinero. ¡Qué poderosa es la gracia
del Gran Espíritu, que nos protege de ese aitu!
El dinero es un aitu, porque todo lo hace malo y a todo
el mundo hace malo. Incluso si sólo tocas el
dinero, caes bajo su hechizo y aquél que lo ama
debe servirlo y consagrarle toda su fuerza durante el
resto de su vida. Amemos nuestras formas nobles y despreciemos
al hombre que pide una afola7 a cambio de su hospitalidad
o por cada fruto que te da. Respetemos nuestras normas
que no permiten a uno tener mucho más que a otro,
o a alguien tener mucho y al otro no tener nada en absoluto.
Así no llegaremos a ser como los Papalagi y no
estaremos felices y contentos cuando nuestro hermano,
al lado, se sienta infeliz y triste.
Pero, sobre todo, pongámonos a salvo del dinero.
Los Papalagi también agitan el metal redondo
y el papel tosco delante de nuestros ojos, para despertar
nuestra codicia. Declaran que nos harán más
ricos y felices. Muchos de entre nosotros hemos sido
casi tocados y cegados por esta espantosa enfermedad.
Pero vosotros creéis las palabras de vuestro
humilde y sabéis que cuento la verdad cuando
digo que el dinero no hace nunca más o menos
feliz, sino que lanza el corazón a la confusión
infinita, que con dinero nadie es nunca ayudado por
sí mismo, que no os hará más contentos,
más fuertes, más felices; odiad el metal
redondo y el papel tosco, del mismo modo que odiáis
a vuestro peor enemigo.
(1) Alemania
(2) Francia
(3) Inglaterra
(4) Cárcel, prisión (5)
Periódicos (6) Estúpido
(7) Regalo o recompensa
LOS PAPALAGI SON POBRES A CAUSA DE SUS MUCHAS COSAS
También podéis reconocer al Papalagi
por su deseo de hacernos sabios y porque nos dice que
somos pobres y desdichados y que estamos necesitados
de su ayuda y comprensión, porque no poseemos
nada.
Permitidme explicaros, hermanos queridos de las muchas
islas, qué es UNA COSA.
Un coco es una cosa: un matamoscas, un taparrabos,
la concha, el anillo del dedo, el recipiente para la
comida y el tocado, todo ello son cosas. Pero hay dos
clases de cosas. Hay cosas hechas por el Gran Espíritu
sin que lo veamos y que nosotros, los niños de
la tierra, no tenemos dificultad en obtener. Como, por
ejemplo, el coco, la banana y la concha de mar.
Después, hay cosas hechas por la gente a base
de mucho trabajo y privación, cosas como anillos
para los dedos, matamoscas y recipientes de comida.
Pues bien, los al¡¡ piensan que tenemos
necesidad de las cosas hechas por sus manos, porque
ciertamente no piensan en las cosas con las que el Gran
Espíritu nos provee. Porque, ¿quién
puede ser más rico que nosotros? y ¿quién
puede poseer más cosas del Gran Espíritu
que justamente nosotros? Lanzad vuestros ojos al horizonte
más lejano, donde el ancho espacio azul descansa
en el borde del mundo. Todo está lleno de grandes
cosas: la selva, con sus pichones salvajes, colibrís
y loros; las lagunas, con sus pepinos de mar, conchas
y vida marina; la arena, con su cara brillante y su
piel suave; el agua crecida, que puede encolerizarse
como un grupo de guerreros o sonreír como una
Taopou; y la amplia cúpula azul que cambia de
color cada hora y trae grandes flores que nos bendicen
con su luz dorada y plateada. ¿Por qué
ser tan locos como para producir más cosas, ahora
que tenemos ya tantas cosas notables que nos han sido
dadas por el mismo Gran Espíritu?
De cualquier forma, nunca seremos capaces de mejorar
sus trabajos, porque nuestro espíritu es débil
y endeble, y el poder del Gran Espíritu es enorme;
comparadas a sus enormes y omnipotentes manos, las nuestras
son pequeñas y débiles. Las cosas que
pueden hacer son endebles y no vale la pena hablar de
ellas. Podemos hacer más largo nuestro brazo
con un palo y agrandar el hueco formado por nuestras
manos con un tanoal pero todavía no ha habido
un samoano o un Papalagi que triunfara en hacer una
palmera o una planta de kaua.
Actualmente esos Papalagi piensan que pueden hacer
mucho y que son tan fuertes como el Gran Espíritu.
Por esa razón, miles y miles de manos no hacen
nada más que producir cosas, del amanecer al
crepúsculo. El hombre hace cosas, de las cuales
no conocemos el propósito ni la belleza. Y los
Papalagi inventan cada vez más cosas. Sus manos
arden, sus rostros se vuelven cenicientos y sus espaldas
están encorvadas, pero todavía revientan
de felicidad cuando han triunfado haciendo una cosa
nueva. Y, de repente, todo el mundo quiere tener tal
cosa; la ponen frente a ellos, la adoran y le cantan
elogios en su lenguaje.
¡Oh, hermanos!, confirmad mis creencias porque
he observado al Papalagi y he visto sus intenciones
tan claras como si las iluminase el sol del mediodía.
Porque él destruye todas las cosas del Gran Espíritu.
Donde quiera que vaya, quiere volver a la vida de nuevo,
por su propio poder, aquellas cosas que primero ha matado,
y quiere luego considerarse a sí mismo el Gran
Espíritu porque produce tantas cosas.
Hermanos, tratad de imaginar que en este mismo momento
se levantase una tormenta y arrasara todas las selvas
y montañas, que también las conchas y
cangrejos fuesen arrastrados de la laguna y ni siquiera
quedase una flor de hibisco para que nuestras chicas
la llevasen en el cabello, tratad de imaginar que todo
lo que vemos a nuestro alrededor desapareciese repentinamente,
de modo que nada quedase y la arena y la tierra llegasen
a ser como la palma de nuestra mano o la colina sobre
la que el magma se ha deslizado. Entonces tendríamos
que llorar a la palmera, a las conchas y a la selva,
tendríamos que afligirnos por todo. Donde se
congregan todas las chozas que ellos llaman una ciudad,
allí la tierra está tan desnuda como la
palma de vuestra mano y ésta es una de las razones
por las que a los Papalagi se les han ablandado los
sesos y juegan a ser el Gran Espíritu en persona:
para no pensar en todas las cosas que han perdido. Porque
están despojados y porque su tierra se ha vuelto
tan triste que coleccionan cosas como un loco colecciona
hojas muertas y llena su cabaña con ellas hasta
que todo espacio libre queda ocupado. Ésta es
la razón de que nos envidie y espere hacernos
tan pobres como él es.
Es signo de gran pobreza que alguien necesite muchas
cosas, porque de ese modo demuestra que carece de las
cosas del Gran Espíritu. Los Papalagi son pobres
porque persiguen las cosas como locos. Sin cosas no
pueden vivir. Cuando han hecho del caparazón
de una tortuga un objeto para arreglar su cabello, hacen
un pellejo para esa herramienta, y para el pellejo hacen
una caja, y para la caja, una caja más grande.
Todo lo envuelven en pellejos y cajas. Hay cajas para
taparrabos, para telas de arriba y para telas de abajo,
para las telas de la colada, para las telas de la boca
y otras clases de telas. Cajas para las pieles de las
manos y las pieles de los pies, para el metal redondo
y el papel tosco, para su comida y para su libro sagrado,
para todo lo que podáis imaginar. Cuando una
cosa sería suficiente, hacen dos. Si entras en
una cabaña europea para cocinar, ves tantos recipientes
para la comida y herramientas que es imposible usarlos
todos a la vez. Y por cada plato hay un tanoa distinto:
uno para el agua y otro para el kaua europeo, uno para
los cocos y otro para las uvas.
Hay tantas cosas dentro de una choza europea, que si
cada hombre de un pueblo samoano se llevase un brazado,
la gente que vive en ella no sería capaz de llevarse
el resto. En cada choza hay tantos objetos que los caballeros
blancos emplean muchas personas sólo para ponerlos
en el sitio que les corresponde y para limpiarles la
arena. Incluso las taopou de alta cuna emplean gran
cantidad de su tiempo en contar, rearreglar y limpiar
todas sus cosas.
Todos vosotros sabéis, hermanos, que cuento
la verdad que he visto con mis propios ojos, sin añadir
a mi historia ninguna opinión. Por eso creedme
cuando os cuento que hay gente en Europa que presionan
un palo de fuego en sus frentes y se matan, porque prefieren
no vivir a vivir sin cosas. Los Papalagi turban de todos
los modos posibles sus mentes y enloquecen pensando
que el hombre no puede vivir sin cosas, como no puede
vivir sin comida.
También por eso, nunca he sido capaz de encontrar
una choza en Europa donde pudiera descansar del modo
apropiado en mi estera, sin nada que estorbara mis miembros
cuando quería estirarme. Todas aquellas cosas
lanzan destellos de luz o gritan chillonamente con las
voces de sus colores, de tal modo que no podía
cerrar mis ojos en paz. Nunca hallé el verdadero
reposo allí ni fue mayor mi nostalgia por mi
cabaña samoana; esa cabaña en la que no
hay nada más que una estera para dormir y un
envuelve-cama, y donde nada te turba salvo la suave
brisa del mar.
Los que tienen pocas cosas se llaman a sí mismos
pobres o infelices. Ningún Papalagi canta o va
por la vida con un destello en su mirada cuando su única
posesiones un recipiente de comida como hacemos nosotros.
Si los hombres y mujeres del mundo de los blancos residieran
en nuestras cabañas, se lamentarían y
afligirían, e irían a buscar rápidamente
madera de los bosques y caparazones de tortuga, vidrios,
fuerte alambre y llamativas piedras y mucho, mucho más.
Y moverían sus manos de la mañana hasta
la noche, hasta que la choza samoana estuviese llena
de objetos enormes y pequeños que se rompen fácilmente
y son destructibles por el fuego y la lluvia, y que
por esto deben sustituirse todo el tiempo.
Cuantas más cosas necesitas, mejor europeo eres.
Por esto las manos de los Papalagi nunca están
quietas, siempre hacen cosas. Ésta es la razón
por la que los rostros de la gente blanca parecen a
menudo cansados y tristes y la causa de que pocos de
ellos puedan hallar un momento para mirar las cosas
del Gran Espíritu o jugar en la plaza del pueblo,
componer canciones felices o danzar en la luz de una
fiesta y obtener placer de sus cuerpos saludables, como
es posible para todos nosotros2.
Tienen que hacer cosas. Tienen que seguir con sus cosas.
Las cosas se cierran y reptan sobre ellos, como un ejército
de diminutas hormigas de arena. Ellos cometen los más
horribles crímenes a sangre fría, sólo
para obtener más cosas. No hacen la guerra para
satisfacer su orgullo masculino o medir su fuerza, sino
sólo para obtener cosas.
No obstante se dan cuenta del gran derroche que es
su vida o no habría tantos Papalagi de alta posición
que no hacen durante su existencia nada más que
sumergir cabellos en zumos coloreados y con ellos formar
bellas representaciones-espejo sobre esteras blancas.
Escriben todas las buenas palabras de Dios, tan brillantes
y llenas de color como pueden. También moldean
gente con arcilla blanca, sin ningún taparrabos;
muchachas de movimientos libres, encantadoras como la
taopou de Matautu e imágenes de hombres, blandiendo
garrotes y acechando al pichón salvaje en el
bosque. Gente hecha de piedra, para la que los Papalagi
construyen enormes cabañas festivas, a las que
la gente viaja desde enormes distancias para disfrutar
de su gracia y belleza. Permanecen de pie enfrente de
ellas, apretadamente cubiertos con sus taparrabos y
tiritando. Yo he visto a los Papalagi lamentarse cuando
admiraban la belleza que ellos mismos habían
perdido.
Ahora el hombre blanco quiere hacernos ricos trayéndonos
todos sus tesoros, sus cosas. Pero esas cosas son como
flechas envenenadas, que matan a aquéllos en
cuyo pecho se han introducido. Una vez oí, por
casualidad, decir a un hombre que conoce bien nuestras
islas: «Vamos a forzar nuevas necesidades en ellos».
¡Las necesidades son cosas! Y aquel sabio dijo
más: «Entonces podemos ponerles a trabajar
también fácilmente». Quería
decir que tendríamos que usar la fuerza de nuestras
manos para hacer cosas, cosas para nosotros mismos,
pero principalmente cosas para los Papalagi. Debemos
estar también cansados, encorvados y grises.
Hermanos de muchas islas, debemos mantener nuestros
ojos muy abiertos, porque las palabras de los Papalagi
saben como los dulces plátanos, pero están
llenas de flechas escondidas que saldrán para
matar toda la luz y alegría que hay en nosotros.
No olvidemos nunca eso. Aparte de lo que nos ha dado
el Gran Espíritu, precisamos muy poco. Él
nos dio ojos para ver las cosas, pero necesitáis
más que todo el tiempo de nuestra vida para verlas
todas. Y nunca pasó mayor mentira por los labios
de un ser humano como cuando el hombre blanco nos dice
que las cosas del Gran Espíritu tienen muy poco
valor, pero que las cosas que ellos producen son más
útiles y valiosas. Sus propios objetos, son numerosos,
resplandecientes y brillantes, lanzan miradas seductoras
a nuestro sistema de vida y se nos imponen, pero nunca
hacen el cuerpo de un Papalagi más bello, sus
ojos más brillantes o sus mentes más agudas.
Ésta es otra razón por la que sus cosas
tienen poco valor y las palabras que pronuncian y fuerzan
violentamente nuestra consciencia, son pensamientos
empapados de veneno, las eyaculaciones de un espíritu
maligno.
(1) Recipiente de madera de 3 o 4 patas
, usado para la preparación de la bebida nativa.
(2) Muy a menudo, los samoanos van a
jugar y bailar juntos. Aprenden a bailar a muy temprana
edad. Cada pueblo tiene sus canciones y poetas. Por
la noche se puede oír cantar dentro de cada cabaña.
El canto es melodioso, principalmente porque el idioma
es muy rico en vocales, pero también a causa
del delicado «buen oído» de los isleños.
LOS PAPALAGI NO TIENEN TIEMPO
Los Papalagi adoran el metal redondo y el papel tosco;
les da mucho placer poner los zumos del fruto muerto
y la carne de los cerdos, bueyes y otros animales horribles
dentro de sus estómagos. Pero también
sienten pasión por algo que no podéis
comprender, pero que a pesar de esto existe: el tiempo.
Lo toman muy en serio y cuentan toda clase de tonterías
sobre él. Aunque nunca habrá más
tiempo entre el amanecer y el ocaso, esto no es suficiente
para ellos.
Los Papalagi nunca están satisfechos con su
tiempo y culpan al Gran Espíritu por no darles
más. Sí, difaman a Dios y a su gran sabiduría
dividiendo cada nuevo día en un complejo patrón,
cortándolo en piezas, del mismo modo que nosotros
cortamos el interior de un coco con nuestro machete.
Cada parte tiene su nombre. Todas ellas son llamadas
segundos, minutos u horas. El segundo es más
pequeño que el minuto y el minuto más
pequeño que la hora. Pero todos ellos ensartados
juntos forman una hora. Para hacer una hora, necesitas
sesenta minutos y muchos, muchos segundos.
Ésta es una historia increíblemente confusa,
de la cual yo mismo no he entendido todavía los
puntos más sutiles, puesto que es difícil
para mí estudiar esta tontería más
allá de lo necesario. Pero los Papalagi le atribuyen
mucha importancia. Hombres, mujeres y hasta niños
demasiado pequeños para andar, llevan una máquina
pequeña, plana y redonda, dentro de sus taparrabos.
atada a una cadena de metal pesado, colgando alrededor
de la garganta o alrededor de la muñeca; una
máquina que les dice la hora. Leerla no es fácil.
Se les enseña a los niños arrimándolos
a sus orejas, para despertar su curiosidad.
Estas máquinas son tan ligeras que puedes levantarlas
con los dedos y llevan una maquinaria dentro de sus
estómagos, como los grandes barcos que todos
vosotros conocéis. Hay también grandes
máquinas del tiempo, que permanecen de pie en
el interior de sus cabañas, o colgando de una
gran casa para así ser más visibles. Ahora
bien, cuando una parte del tiempo ha pasado, queda indicado
por dos pequeños dedos sobre la cara de la máquina
y, a la vez, grita y un espíritu hace chocar
el hierro en su interior. Cuando en una ciudad europea
ha pasado cierta parte del tiempo, estalla un espantoso
y clamoroso estrépito.
Al sonar este ruido del tiempo, los Papalagi se lamentan:
«¡Terrible, otra hora esfumada!».
Y entonces, como una norma, ponen el rostro sombrío
de alguien que tiene que vivir una gran tragedia. Asombroso,
pues inmediatamente después empieza una nueva
hora.
Nunca he sido capaz de comprender eso, pero creo que
debe ser una enfermedad. Lamentos comunes a la gente
blanca son: el tiempo se desvanece como el humo, el
tiempo corre y dame sólo un poco más de
tiempo.
He dicho que probablemente es alguna clase de enfermedad;
porque cuando el hombre blanco siente deseos de hacer
algo, cuando por ejemplo su corazón desea ir
caminando por el sol, navegar en un bote por el río
o hacer el amor a su amiga, usualmente se priva de su
propia dicha al ser incapaz de encontrarlo. Mencionará
miles de cosas que se llevan su tiempo. Malhumorado
y farfullando soporta un trabajo que no siente ganas
de realizar, que no le da ningún placer y al
que nadie más que él mismo le obliga.
Y cuando, repentinamente, descubre que en verdad tiene
tiempo o cuando otros se lo dan -los Papalagi se dan
a menudo unos a otros tiempo y ningún regalo
es más preciado que ése- entonces descubre
que no sabe qué hacer durante ese tiempo en particular,
o que está demasiado cansado de su trabajo, sin
alegría. Y siempre está determinado a
hacer esas cosas mañana, porque hoy no tiene
tiempo.
Hay Papalagi que dicen no tener nunca tiempo. Caminan
aturdidos como si hubieran sido tomados por un aitu
y dondequiera que se muestren provocan desastres, porque
han perdido su tiempo. Estar poseído es una terrible
enfermedad que la medicina del hombre no puede curar
y que contagia a muchos otros, volviéndolos profundamente
infelices.
Porque los Papalagi siempre están asustados
de perder su tiempo, no sólo los hombres, sino
también las mujeres y hasta los niños
pequeños; todos saben exactamente cuántas
veces el sol y la luna se han levantado desde el día
en que vieron la gran luz por primera vez. Sí;
juega un papel tan importante en sus vidas, que lo celebran
a intervalos regulares, con flores y fiestas. Muy a
menudo he observado que la gente tenía que avergonzarse
por mí, porque me preguntaban mi edad y yo empezaba
a reírme y no la sabía. «Pero tú
tienes que saber tu propia edad». Entonces guardaba
silencio y pensaba: es mejor para mí no saberla.
¿Cuántos años tienes?, significa
cuántas lunas han vivido. Examinar y contar de
ese modo está lleno de peligros, porque así
se ha descubierto cuántas lunas suele vivir la
gente. Entonces guardan eso en la mente y cuando han
pasado una gran cantidad de lunas, dicen: «Ahora
tengo que morir pronto». Se vuelven silenciosos
y tristes y, en efecto, mueren después de un
corto período.
En Europa hay realmente poca gente que tenga tiempo.
Puede incluso que ninguna. Ésa es la razón
por la que la gente corre por la vida como una piedra
lanzada. Casi todos mantienen sus ojos pegados al suelo
cuando caminan y balancean sus brazos para llevar mejor
el paso. Cuando alguien les para, le gritan malhumoradamente:
«¿Por qué me has parado? No tengo
tiempo,
¡Haz buen uso de tu propio tiempo!» Parece
que piensan que un hombre que camina rápido es
más valiente que uno que camina despacio.
Una vez vi la cabeza de un hombre casi explotar, sus
ojos girar sobre sí mismos, su gaznate hacerse
ancho, abierto como el de un pez moribundo, y pegar
con sus manos y pies, sólo porque su criado había
llegado un poco más tarde de lo que había
prometido que haría. Se suponía que ese
respiro era una pérdida considerable que nunca
podría recuperarse de nuevo. El criado tuvo que
abandonar la choza; el Papalagi le perseguía
y le llamaba nombres. «Esto es ya el límite,
porque me has robado mucho tiempo! ¡Un hombre
que no respeta el tiempo es una pérdida de tiempo!»
Otra vez vi a un Papalagi que tenía tiempo y
nunca se lamentaba a causa de él. Pero ese hombre
era pobre, sucio y despreciado. La gente caminaba a
su alrededor trazando un gran círculo y nadie
le concedía ninguna atención. No entendí
eso, porque su paso era lento y seguro, y sus ojos tranquilos
y amistosos. Cuando le pregunté cómo había
sucedido eso, movió su cabeza y dijo tristemente:
«Nunca he sido capaz de aprovechar mi tiempo;
por eso ahora soy pobre y un zoquete despreciado».
Ese hombre tenía tiempo, pero no era feliz.
Con toda su fuerza y todas sus ideas, los Papalagi
intentan ensanchar el tiempo tanto como pueden. Usan
agua y fuego, tormentas y relámpagos del firmamento,
para refrenar el tiempo. Ponen ruedas de hierro bajo
sus pies y dan alas a sus palabras, sólo para
ganar tiempo. Y ¿para qué sirve todo ese
trabajo y esos problemas? ¿Qué hacen los
Papalagi con su tiempo? No he averiguado nunca lo bastante,
aunque a juzgar por sus palabras y ademanes uno pensaría
que están invitados personalmente por el mismo
Gran Espíritu a un gran fono.
Creo que el tiempo resbala de sus manos como una serpiente,
deslizándose de una mano húmeda, sólo
porque tratan siempre de agarrarse a él. No permiten
que el tiempo venga a ellos, sino que lo persiguen con
las manos extendidas. No se permite malgastar el tiempo
tumbándose al sol. Siempre quieren mantenerlo
en sus brazos, darle y dedicarle canciones e historias.
Pero el tiempo es tranquilidad y paz amorosa, amar,
descansar y tenderse en una estera imperturbable. Los
Papalagi no han entendido al tiempo y, por consiguiente,
lo han maltratado con sus bárbaras prácticas.
¡Oh, mis hermanos amados!, nosotros nunca nos
hemos lamentado del tiempo, lo hemos amado como era,
sin perseguirlo o cortarlo en rebanadas. Nunca nos da
preocupación o pesadumbre. Si hay entre vosotros
alguno que no tiene tiempo, ¡dejadle que hable!
Nosotros tenemos tiempo en abundancia, siempre estamos
satisfechos con el tiempo que tenemos, no pedimos más
tiempo del que ya hay y siempre tenemos tiempo suficiente.
Sabemos que alcanzaremos nuestras metas a tiempo y que
el Gran Espíritu nos llamará cuando perciba
que es nuestro plazo, incluso si no sabemos el número
de lunas gastadas. Debemos liberar al engañado
Papalagi de sus desilusiones y devolverle el tiempo.
Cojamos sus pequeñas y redondas máquinas
del tiempo, aplastémoslas y digámosles
que hay más tiempo entre el amanecer y el ocaso
del que un hombre ordinario puede gastar.
LOS PAPALAGI HACEN POBRE A DIOS
Los Papalagi tienen una manera extrañamente
confusa de pensar. Siempre se están devanando
los sesos, para sacar mayores provechos y bienes de
las cosas, y su consideración no es por humanidad,
sino sólo por el interés de una simple
persona, y esa persona son ellos mismos.
Cuando alguien dice: «Mi cabeza me pertenece
a mí y a nadie más que a mí»,
tiene mucha razón y nadie puede decir nada en
contra de esto. En este aspecto el Papalagi y yo compartimos
puntos de vista. Pero cuando él continúa:
«La palmera es mía», sólo
porque ese árbol crece delante de su cabaña,
entonces se comporta como si él mismo hiciera
crecer la palmera. Pero esa palmera no pertenece a nadie.
¡A nadie! Es la mano de Dios la que nos la ha
proporcionado del suelo. Dios tiene muchas manos. Cada
árbol, cada hoja de hierba, el mar, el cielo
y las nubes que flotan en él, todos son las manos
de Dios. Podemos usarla para nuestro placer, pero nunca
podemos decir: «La mano de Dios es mi mano».
Sin embargo esto hacen los Papalagi.
En nuestro idioma «lau» significa «mío»,
pero también significa «tuyo». Es
casi la misma cosa. Pero en el idioma de los Papalagi
es difícil encontrar dos palabras que difieran
tanto en significado como «mío» y
«tuyo». Mío, significa que algo me
pertenece por entero a mí. Tuyo, significa que
algo pertenece por entero a otro. Es la razón
por la que el Papalagi llama a todo lo que está
cerca de su casa «mío». Nadie tiene
derecho a ello más que él. Cuando visitas
a un Papalagi y ves algo allí, un árbol
o una fruta, madera, agua o un montón de basura,
siempre hay alguien alrededor para decir: «Es
mío y que no te coja tomando algo de mi propiedad».
Incluso si tocas algo empezará a berrear y te
llamará ladrón. Ésta es la peor
maldición que conoce. Y solamente porque te has
atrevido a tocar el «suyo» de otro hombre.
Su amigo y los criados del jefe vendrán corriendo,
te pondrán cadenas, te echarán a la más
sombría pfui-pfui y la gente te despreciará
durante el resto de tu vida.
Actualmente para impedir que la gente toque cosas que
alguien ha declarado suyas, se ha presentado una ley
que concrete qué es suyo y qué es mío.
Y hay gente en Europa que gasta su vida entera prestando
atención a que no se quiebre esa ley, que no
se quite nada al Papalagi que ha declarado que aquello
es suyo. De esa manera, los Papalagi quieren dar la
impresión de que tienen derecho real sobre esas
cosas, como si Dios hubiera regalado sus cosas para
siempre. Como si las palmeras, las flores, los árboles,
el mar, el aire y las nubes fueran realmente de su propiedad.
Los Papalagi tienen necesidad de leyes que guarden
su mío, porque de otro modo, la gente con poco
o nada de mío, se las quitaría. Porque
si hay gente que pide mucho para sí misma, hay
muchos otros abandonados que permanecen de pie con las
manos vacías. No todo el mundo conoce las tretas
y señales escondidas con las que se puede acumular
mucho mío, y también se ne cesita una
especie de valor, que tiene poco o nada que ver con
lo que nosotros llamamos respeto y puede que aquellos
Papalagi que están con las manos vacías,
porque no querían robar o insultar a Dios, sean
los mejores de su tribu. Pero no existen muchos Papalagi
como esos.
La mayoría de ellos roban a Dios sin un ápice
de vergüenza siquiera. No conocen nada mejor. No
se dan cuenta de nada-mal-hecho; todo el mundo lo hace
y nadie ve nada extraño o se siente mal por ello.
Muchos también reciben su montón de mío
por nacimiento, de sus padres. Y Dios no ha dejado casi
nada, porque la gente lo ha tomado y transformado en
mío y tuyo. Su sol, hecho para todos nosotros,
no puede ser igualitariamente dividido nunca, porque
uno pide más que otro. En los hermosos espacios
abiertos donde el sol brilla en todo su esplendor, sólo
unos pocos están sentados, mientras una muchedumbre
entera trata de alcanzar un pálido rayo de luz
sentados en las sombras; Dios no puede alegrarse con
todo su corazón, porque él ya no es el
alii silil, en su propia casa. Los Papalagi le niegan
al decir que todo es suyo. Pero nunca llegarán
a ese discernimiento, por muy diferente que piensen.
Por el contrario, ellos consideran sus actos justos
y honestos. Pero a los ojos de Dios son injustos y deshonestos.
Si ellos hicieran uso de su sentido común, sin
duda comprenderían que nada de lo que no podemos
retener nos pertenece y que cuando la marcha sea dura
no podremos llevar nada. Entonces también empezarían
a darse cuenta de que Dios hace su casa tan grande,
porque quiere que haya y felicidad para todos. Y en
verdad sería suficientemente grande para todo
el mundo, para que todos encontráramos un lugar
soleado, una pequeña porción de felicidad,
unas pocas palmeras y ciertamente un punto en el que
los dos pies se apoyaran, justo como Dios quería
y deseaba que fuera. ¿Cómo podría
Dios olvidar siquiera a uno de sus propios niños?
Pero todavía hay muchos buscando febrilmente
ese pequeño, diminuto punto que Dios les ha reservado.
Porque los Papalagi no quieren escuchar la palabra
de Dios y empiezan a hacer leyes por su propia cuenta.
Dios les envía muchas cosas que amenazan su propiedad.
Envía calor y lluvia para destruir su mío,
lo envejece, derrumba y pudre. Dios también da
a la tormenta y al fuego poder sobre su mío.
Y lo peor de todo: introduce miedo en los corazones
de los Papalagis. Miedo es la cosa principal que ha
adquirido. El sueño de un Papalagi nunca es tranquilo,
porque tiene que estar alerta todo el tiempo, para que
las cosas que ha amasado durante el día, no le
sean robadas por la noche. Sus manos y sentidos tienen
que estar ocupados todo el tiempo agarrando su propiedad.
Y durante todo el día, su mío le importuna
y se le ríe en la cara, le grita porque ha sido
robado de Dios, le tortura y le proporciona mucha desdicha.
Pero Dios ha impuesto un castigo más pesado
que el miedo a los Papalagi: ha creado la lucha entre
aquéllos que tienen poco o nada y aquéllos
que lo tienen todo. Esta batalla es dura y violenta,
y hace estragos día y noche. Es una disputa que
todo el mundo sufre y que devora la alegría de
vivir. Aquéllos que tienen mucho deberían
dar una parte, pero no quieren hacerlo. Los que no tienen
quieren también algo, pero no consiguen nada.
Además, rara vez son guerreros de Dios. Están
formados principalmente por la gente que llegó
demasiado tarde cuando el botín estaba siendo
dividido, o por aquéllos que fueron demasiado
torpes o no tuvieron la oportunidad de agarrar algo.
Que ellos están robando a Dios, no entra en la
mente de nadie. Y sólo alguna vez un viejo hombre
sabio se levanta y apremia a la gente para que lo devuelva
todo a las manos de Dios.
¡Hermanos!, ¿cuál es vuestra opinión
de un hombre que tiene una gran casa, suficientemente
grande para alojar a un pueblo samoano en su totalidad,
y que no permite a un viajero pasar la noche bajo su
techo? ¿Qué pensaríais de un hombre
que tiene un manojo entero de plátanos en sus
manos y que no está dispuesto a dar ni siquiera
una simple fruta al hambriento que le implora? Puedo
ver la ira fulgurando en vuestros ojos y el desprecio
que viene a vuestros labios. Sabed entonces, que el
Papalagi actúa de este modo cada hora, cada día.
Incluso si tiene cien esteras, no dará siquiera
una a su hermano que no tiene ninguna. No; él
incluso reprocha a su hermano por no tener ninguna.
Si su choza está repleta de comida hasta el techo,
tanta que él y su aiga no se la pueden comer
en años, no buscará a su hermano que no
tiene nada para comer y se ve pálido y hambriento.
Y hay muchos Papalagi pálidos y hambrientos.
La palmera, al madurar, deja caer hojas y frutas. Los
Papalagi viven como las palmeras que retienen sus hojas
y frutas y dicen: «son mías».
¿Cómo podría un árbol como
ése ni tan siquiera producir nueva fruta? Las
palmeras son más sabias que los Papalagi.
Entre nosotros también existen aquéllos
que tienen más que otros y respetamos al jefe,
que tienen muchas esteras y cerdos. Pero el respeto
sólo se aplica a esa persona y no a sus esteras
y cerdos, porque fuimos nosotros mismos quienes se las
dimos, para mostrar nuestra felicidad y para rendir
honor a su gran sabiduría y valor. Pero los Papalagi
respetan a sus hermanos por sus muchos cerdos y esteras,
y nunca consideran su sabiduría. Un Papalagi
sin cerdos o esteras rara vez o nunca es respetado.
Como los cerdos y esteras no caminan por sí
mismos hacia los pobres y necesitados, el Papalagi no
ve la razón por la que debería él
mismo llevarlos a sus hermanos. Porque por su hermano
no tiene respeto, sólo por sus esteras y cerdos,
y preferiría quedárselos. Si él
amara y respetara a su hermano, y no viviera en conflicto
sobre lo tuyo y lo mío, entonces le llevaría
sus esteras para dividirlas y disfrutar su gran mío
juntos, compartiría su propia estera, en lugar
de perseguirle en la oscura noche.
Pero los Papalagi no se dan cuenta de que Dios nos
ha dado palmeras, plátanos y nuestros preciosos
taro, los pájaros del bosque y todos los peces
del mar, para la felicidad y disfrute de todo el mundo.
Y no sólo para unos pocos, mientras el resto
sufre penalidades y necesidades. Aquéllos que
han sido bendecidos por Dios a manos llenas, deberían
compartirlo con sus hermanos; de otro modo la fruta
en sus manos se pudrirá. Porque Dios extiende
su multitud de manos a todo el mundo. Él no quiere
que uno tenga mucho más que otro, o que alguien
diga: «Estoy de pie bajo un rayo de sol y tu debes
permanecer en la sombra». Todos nosotros pertenecemos
al rayo de sol.
Cuando Dios guarda todo en sus manos, no hay disputas
y no hay necesidad. ¡Ahora los ingeniosos Papalagi
quieren hacernos creer que nada pertenece a Dios! ¡Cualquier
cosa que podáis agarrar con vuestras manos os
pertenece! Pero cerremos nuestras orejas a tal charla
sin sentido y aferrémonos al sentido común:
todo pertenece a Dios.
(1) Gobernante, soberano.
NOTA: Todo el que sepa que los samoanos
viven en una sociedad de propiedad comunal, entenderá
su desprecio por nuestras leyes sobre la propiedad.
El concepto mío-tuyo es simplemente desconocido
para ellos. Durante todos mis viajes, los nativos siempre
compartieron conmigo su cabaña, estera, comida
y todo, sin siquiera pensarlo dos veces. Las primeras
palabras dichas por un jefe de poblado, a modo de saludo,
serían: «todo lo que es mío te pertenecen.
El concepto de robo también es desconocido para
los isleños. Todo pertenece a todos y todo pertenece
a Dios.
EL GRAN ESPIRITU ES MAS FUERTE QUE LAS MAQUINAS
Los Papalagi hacen muchas cosas que nosotros no podemos
hacer, ni seremos capaces de hacer nunca, cosas que
no comprendemos y que no tienen significado de cosa
para nuestras cabezas, sólo pesadas píedras.
Cosas que (ampoco queremos en absoluto poseer, pero
que todavía son admiradas por los que son débiles
entre nosotros, dándoles sentimientos de inferioridad
fuera de lugar. Es por esto por lo que queremos tener
una discusión abierta sobre los asombrosos trucos
del Papalagi.
Los Papalagi tienen el talento de cambiarlo todo en
su lanza o en su garrote. Toman el relámpago
salvaje, el fuego ardiente y las aguas rápidas,
y los hacen someterse a su voluntad. Los encierran y
les dan órdenes. Y éstos les obedecen.
Se convierten en fuertes guerreros para ellos. Los Papalagi
son capaces de hacer al salvaje relámpago más
rápido aún y más luminoso, al ardiente
fuego aún más radiante y al agua aún
más rápida de lo que ya era.
Realmente los Papalagi parecen ser los «quebrantadores
de los cielos»1, los mensajeros de los Dioses,
a causa de su dominio sobre la tierra y el cielo.
El Papalagi es como un pez, un pájaro, un gusano
y un caballo al mismo tiempo. Perfora la tierra y a
través del suelo cava túneles bajo los
más anchos arroyos de agua fresca. Repta por
las montañas y rocas, ata cuerdas de hierro a
sus pies y corre veloz, más rápido que
el más rápido caballo. Se mueve en el
aire, ¡puede volar! Le he visto deslizarse a través
del aire como una gaviota de mar. Tiene una gran canoa
para encima del agua y otra también para debajo.
Hace surcar su canoa de nube en nube.
¡Amados hermanos! Las palabras que digo son la
verdad y debéis creer a vuestro servidor, aun
cuando vuestro sentido común os haga dudar de
todo cuanto acabo de explicar. Porque las cosas de los
Papalagi son muy grandes e impresionantes y tengo miedo
de que muchos de los nuestros queden impresionados ante
tanto poder. ¿Y, por dónde empezar si
tuviera que contaros lo que mis ojos asombrados han
observado?
Todos vosotros conocéis la gran canoa que es
llamada vapor por el hombre blanco. ¿No se parece
acaso a un gigantesco pez? ¿Cómo le es
posible hacer la travesía de una isla a otra
más rápido que el remo de nuestros jóvenes
más fuertes? ¿Habéis visto ya su
enorme aleta trasera cuando zarpa? Se mueve del mismo
modo que en la laguna se mueve la cola de un pez y esa
aleta impulsa a la canoa. Este es el gran secreto de
los Papalagi. El secreto descansa en la barriga del
gran pez. Allí se sienta la máquina que
nutre de poder a la aleta. Y en la máquina ese
gran poder está escondido.
Mi cabeza no es lo suficientemente fuerte para explicaron
qué es una máquina: lo único que
sé es que come piedras negras y que a cambio
da poder, un poder tan grande como imposible es para
un hombre tenerlo.
La máquina es el garrote más pesado que
el hombre blanco tiene. Alimentadla con el más
pesado árbol ifi del bosque y la máquina
lo reducirá a pedazos, como una mujer golpeando
taro para que sus niños coman. La máquina
es el mago más grande de Europa. Su mano es fuerte
y nunca se fatiga. Si se la impulsa puede cortar cien
canoas, no, mil canoas en un día. La he visto
tejer taparrabos tan finos y delicados como si estuvieran
tejidos por las manos airosas de una doncella. Tejía
desde la mañana hasta la noche, escupiendo taparrabos,
¡una pila entera! Nuestra fuerza no vale nada
comparada con el poder de la máquina.
Los Papalagi son magos. Cantad una canción para
ellos y la cogerán e incluso os la devolverán
en el momento que queráis. Ponen un trozo de
cristal frente a vosotros y capturan vuestra imagen
en él. Y miles de veces se puede quitar de allí
vuestra imagen falsificada, tantas como queráis.
He visto aún milagros más grandes. Os
conté que los Papalagi cogen el relámpago
del cielo; esto es verdad. Lo cogen, la máquina
se lo come y lo escupe otra vez por la noche, en forma
de miles de pequeñas estrellas, luciérnagas,
lunas pequeñas. Poca cosa sería para los
Papalagi bañar nuestra isla de luz por la noche,
así no sería mucho más oscuro que
durante el día. A menudo mandan también
estos destellos de luz en su propio servicio, les dicen
dónde ir y los tienen llevando mensajes a sus
hermanos en el extranjero. Y estos destellos de relámpago
les obedecen y llevan el mensaje.
El Papalagi ha hecho todos sus miembros más
fuertes. Sus manos se extienden hasta la lejana costa
del mar y a las estrellas, y sus pies dejan atrás
al viento y a las olas. Sus oídos oyen cada murmullo
en Siavii y su voz tiene alas como un pájaro.
Sus ojos ven hasta en la oscuridad. Mira en el interior
de sí mismo como si su carne fuera transparente
como el agua, capaz de ver cada manchita en el fondo.
Todas las cosas de las que he sido testigo y que os
estoy contando ahora, son sólo una pequeña
parte de las que mis ojos han observado. Y dejadme deciros
que los blancos se enorgullecen de trabajar todo el
tiempo en milagros más suaves y poderosos, y
gran número de ellos permanecen en pie toda la
noche para encontrar más formas de burlar a Dios.
Porque resulta que quieren vencer al Gran Espíritu
y tomar posesión de sus poderes ellos mismos.
Los Papalagi retan a Dios. Pero Dios es todavía
más fuerte que los Papalagi, incluida su máquina
más experta, y es todavía Dios el que
decide quién muere y cuándo. El sol, el
agua y el fuego obedecen aún primero a Dios.
Y el hombre blanco no ha conseguido todavía regular
la salida de la luna o la dirección del viento.
Ésta es la razón por la que esos milagros
no son tan importantes. Y, mis amados hermanos, a aquellos
habitantes de la isla que permiten ser deslumbrados
por los milagros del hombre blanco, a aquéllos
que rezan a los blancos a causa de sus acciones y a
aquéllos que se llaman a sí mismos pobres
e indignos porque sus mentes y sus manos no son capaces
de hacer cosas como las suyas, a todos ésos yo
les llamo débiles. Las artes y magias de los
Papalagi pueden provocar mucha admiración ante
nuestros ojos, pero cuando las ves a la luz brillante
del día, no significan mucho más que tejer
una estera o hacer un garrote; todo nuestro trabajo
es como el juego de los niños en la arena. Porque
nada de lo que el hombre blanco ha hecho puede hallar
comparación con el trabajo del Gran Espíritu.
Las cabañas de los alii de alta cuna son maravillosas
y primorosamente decoradas; se llaman palacios. Las
altas cabañas que están erigidas en nombre
de Dios son incluso más espléndidas y
más altas que las montañas de Tofua2.
Pero a pesar de todo esto son toscas y mal hechas, y
carecen de la sangre de la vida, si las comparas con
una flor de hibisco con sus encendidos pé talos
rojos, o las comparas a la copa de una palmera o a un
arrecife de coral, selva borracha de color y forma.
El Papalagi nunca triunfó tejiendo sus ropas
delicadamente como Dios hace a cada araña tejer
su tela, y no hay máquina tan complicada como
la diminuta hormiga de arena que habita en nuestras
cabañas.
Os he dicho que los Papalagi vuelan sobre las nubes
como pájaros. Pero las gaviotas vuelan aún
más alto y más rápido que el hombre,
y pueden también volar en una tormenta y tienen
alas que nacen de sus cuerpos, mientras que las alas
de los Papalagi son simplemente artificiales y se rompen
y caen fácilmente.
Por eso todos sus milagros tienen una débil
mancha en alguna parte y no existe una simple máquina
que no necesite un cuidador o un conductor. Y todas
ellas llevan una oculta maldición en su interior:
una máquina puede hacer toda clase de cosas con
sus fuertes manos, pero durante su tarea devora todo
el amor que está presente en las cosas que hacemos
con las nuestras. ¿Qué me importa una
canoa que está fabricada para mí por una
máquina, una fría máquina sin vida,
que no es capaz de hablar sobre su producto, que no
sonríe cuando el producto está acabado
y que no puede llevar ese producto hasta su padre o
su madre para que lo admiren? ¿Sería capaz
de amar a mi canoa como ahora la amo, si una máquina
pudiera hacerme otra en cualquier momento, sin mi intervención?
Ésta es la gran maldición de la máquina:
los Papalagi no aman ya nada porque la máquina
puede hacerles algo nuevo en cualquier momento. Tienen
que alimen tarla con la sangre de su propia vida para
recibir a cambio sus milagros sin corazón.
El Gran Espíritu quiere extender y difundir
los poderes del cielo y la tierra, él mismo a
su propia discreción. Ningún humano tiene
derecho a hacer eso. Un hombre no puede esperar transformarse
en pez o en pájaro, en caballo o en oruga, sin
castigo. Sus ganancias son mucho más pequeñas
de lo que él mismo se atrave a confesar. Cuando
camino puedo ver todo mejor y mis amigos me invitan
al interior de sus cabañas. Alcanzar tu destino
con rapidez es rara vez un beneficio real. Los Papalagi
siempre quieren llegar al destino de sus viajes rápidamente.
La mayoría de sus máquinas no tienen otro
propósito que el rápido transporte de
la gente. Pero cuando llegan al final de su viaje quieren
inmediatamente seguir con otro. De esta forma los Papalagi
corren agitadamente por la vida, perdiendo cada vez
más la habilidad de caminar y correr, sin atrapar
nunca sus destinos; el destino que viene a nosotros
sin nosotros ir a buscarlo.
Por consiguiente os digo que la máquina no es
más que un bonito juguete en manos de los grandes
niños blancos y sus mañas no deben asustarnos.
Los Papalagi no han inventado aún la máquina
que les proteja de la muerte. Nunca hicieron o fabricaron
algo que fuera más grande que las cosas que Dios
fabrica o hace a cada hora. Ninguna máquina o
magia ha alargado nunca la vida humana, o la ha hecho
más feliz y más dichosa. Por eso atengámonos
a los trabajos y prodigios de Dios, y despreciemos al
hombre blanco que quiere jugar a ser él mismo
Dios.
(1) Aunque Papalagi significa hombre
blanco extranjero, literalmente quiere decir quebrantador
de los cielos. El primer hombre blanco que desembarcó
en Samoa llegó en una embarcación a vela.
Los nativos que le vieron aproximarse, pensaron que
había una grieta en el cielo por la que el hombre
blanco llegaba hasta ellos. Él rompió
los cielos. En la mitología de los Maorís
de Nueva Zelanda, los Papalagi son los de piel blanca
que bajaron de los cielos en brillantes vehículos
blancos.
(2) Gran montaña de la isla Upolu.
.PROFESIONES DE LOS PAPALGI Y LAS CONFUSIONES QUE DE
ELLAS RESULTA
Cada Papalagi tiene una profesión. Es difícil
decir exactamente lo que esto significa. Es algo para
lo que se debe tener un gran apetito, pero parece ser
que la mayor parte del tiempo falta. Tener la profesión
significa hacer siempre las mismas cosas. Hacerlas tan
a menudo que incluso podrías hacerlas con los
ojos cerrados y sin esfuerzo alguno. Si mis manos no
hicieran nada más que construir cabañas
o tejer esteras, entonces mi profesión sería
la de constructor de cabañas o tejedor de esteras.
Hay profesiones masculinas y femeninas. Lavar taparrabos
en la laguna y abrillantar las pieles de los pies son
profesiones femeninas; navegar en un barco por el mar
y disparar a los pichones en el bosque son profesiones
masculinas. Las mujeres generalmente abandonan sus profesiones
cuando se casan, pero es realmente entonces cuando el
hombre emprende la suya. Un alii otorga sólo
su hija a un pretendiente que esté preparado
para su profesión. Es norma que todo hombre blanco
tenga su profesión.
Es por ello por lo que cada Papalagi tiene que escoger
una profesión para el resto de su vida, al mismo
tiempo que se le aplican sus tatuajes de pubertad. Ésta
es una ocasión muy importante y una aiga le dedica
tanto tiempo como a qué comer el día siguiente.
Si por ejemplo escoge la profesión de tejedor
de esteras, un alii lleva al chico a un hombre que no
hace otra cosa que tejer esteras. Este hombre debe mostrar
al muchacho cómo tejer esteras, enseñarle
a tejer esa estera del mismo modo que él lo hace,
sin mirar. A menudo el aprendizaje toma largo tiempo,
pero cuan do lo domina deja al hombre y la gente dice
que ya sabe un oficio.
El Papalagi tiene tantas profesiones como piedras hay
en la laguna. Todo lo que hace lo convierte en una profesión.
Cuando alguien recolecta las hojas del árbol,
ejerce una profesión. Cuando alguien lava los
cuencos de la comida, ejerce una profesión. Todo
lo que hacen, con sus manos o con sus cabezas, lo llaman
profesión. Es también una profesión
el tener pensamiento y el mirar a las estrellas. Realmente
no hay nada que un hombre pueda hacer que no sea convertido
en profesión por los Papalagi.
Si un hombre dice que él es un tussi-tussil,
entonces eso es ya una profesión. No hace nada
más que escribir una carta tras otra. Él
no cuelga su estera de dormir de las vigas del techo.
No va a su choza-cocina para freírse él
mismo algunas frutas y no se limpia sus utensilios de
comer. Come pescado, pero nunca sale a pescárselo.
Come fruta, pero nunca la arranca él mismo del
árbol. Sin embargo, escribe una carta tras otra,
porque resulta que su trabajo es el de tussi-tussi.
Todas estas acciones son profesiones: llevar los utensilios
de comer, coger peces y recoger fruta. Y sólo
aquellos que ostentan esa profesión están
cualificados para ejercerla.
Resulta que los Papalagi pueden únicamente hacer
su propio trabajo y ni siquiera el jefe, que posee mucha
sabiduría en su cabeza y fuerza en sus brazos,
puede subir su envuelve-cama de las vigas ni lavar él
mismo los utensilios de comer. Y ocurre también
que el hombre que puede escribir una fantástica
tussi no es necesariamente capaz de navegar en una canoa,
y viceversa. Tener una profesión significa sólo
andar, sólo degustar, sólo oler, sólo
luchar; siempre conocer una sola cosa.
Ese saber-sólo-una-cosa es un grave peligro
y una imitación, porque puede llegar un tiempo
en que nadie sea capaz de remar una canoa a través
de la laguna.
El Gran Espíritu nos ha dado manos para coger
los frutos de los árboles, o para arrancar las
raíces de taro de la ciénaga. Las hemos
recibido para defender nuestros cuerpos contra nuestros
enemigos y para darnos placer cuando tocamos, bailamos
o en otros alborozos. Pero no las obtuvimos solamente
para desgajar fruta de los árboles o para desenterrar
raíces. Ellas deben ser nuestros criados y nuestros
soldados todo el tiempo.
Pero los Papalagi no lo entienden. Nosotros podemos
ver claramente que su modo de vida es equivocado y que
está en claro desacuerdo con los deseos del Gran
Espíritu, porque hay gente blanca que ya no puede
caminar y que acumula grasa en la parte más baja
de sus ancas, como los cerdos. Viéndose forzados
por su profesión a estar sentados todo el tiempo,
no pueden ya levantar ni tirar una lanza, porque sus
manos pueden únicamente sostener el hueso-que-escribe
y ellos están siempre sentados en la sombra,
escribiendo tussi. Han llegado a ser incapaces de domar
ponis salvajes, porque siempre están mirando
a las estrellas o desentrañando sus propios sentimientos.
Sólo uno pocos Papalagi pueden todavía
correr y saltar como niños, después de
haber crecido. Cuando caminan arrastran los pies y se
mueven como si continuamente estuviesen cargados. Niegan
y ocultan su debilidad diciendo que correr, retozar
y saltar está por debajo de la dignidad de un
hombre con orgullo. Pero esto es hipocresía;
como sus huesos se han endurecido y se han vuelto quebradizos,
la felicidad ha abandonado sus músculos, porque
están condenados a muerte por su trabajo. La
profesión también es un aitu que destruye
la vida; un aitu que murmura promesas dulces a los oídos
de la gente y al mismo tiempo les chupa la sangre de
sus cuerpos.
Las profesiones también hieren a los Papalagi
en otro sentido y cada vez se distinguen más
y más como aitus.
Por ejemplo, es grande construir una cabaña,
cortar los árboles y convertirlos en tablones,
levantar las maderas, cubrirlas con el tejado y, finalmente,
cuando los tablones y las vigas del techo están
fuertemente atadas unas a otras con fibras de coco,
cubrirlo todo con hojas secas y cañas de azúcar.
No tengo que deciros que es una gran alegría
cuando un pueblo construye una nueva cabaña para
su jefe, compartiendo la alegría también
mujeres y niños.
Pero, ¿y si solamente se permitiese a unos pocos
de nosotros ir al bosque a talar los árboles
y a cortarlos en tablones? ¿Y si a aquéllos
pocos se les prohibiera asistir al levantamiento de
las maderas, porque su trabajo sólo es derribar
árboles y cortar tablones? ¿Y si a la
otra gente que ha levantado las maderas no se le permitiera
asistir al entramado del techo porque su trabajo es
sólo de instalador de maderas? ¿Y si a
los hombres que han tejido los tejados no se les permitiera
asistir a la colocación de las cañas de
azúcar, porque tejedor de esteras es su profesión?
¿Y si a ninguno de ellos se les permitiera recoger
de la playa los guijarros usados para el endurecimiento
del suelo, porque ese sería el trabajo de aquellos
cuya profesión es recolector de guijarros? ¿Y
si sólo aquéllos que van a habitar la
casa tomaran parte en las festividades de inauguración
y todos los que han ayudado a construirla, no?
Os reís y con certeza diréis: si no se
nos permitiera ayudar en todas las cosas que requieren
nuestra fuerza masculina, la mitad de la diversión
se habría ido; media diversión no ¡toda
la diversión! Y él, que nos esperaba para
usar nuestras manos para un único propósito,
nos esperaba para hacer como si todos esos que han ayudado
a construirla, no?
Os reís y con certeza diréis: si no se
nos permitiera ayudar en todas las cosas que requieren
nuestra fuerza masculina, la mitad de la diversión
se habría ido; media diversión no, ¡toda
la diversión! Y él, que nos esperaba para
usar nuestras manos para un único propósito,
nos esperaría para hacer como si todos nuestros
miembros y nuestros sentidos estuvieran paralizados
o muertos.
Ésta es la razón de la amargura de los
Papalagi. Algunas veces es estupendo ir a buscar el
agua de la ría, puede ser incluso agradable hacerlo
un par de veces. Pero si debes transportar el agua de
la salida a la puesta del sol, día tras día,
cada hora hasta que falla tu fuerza, trayendo y trayendo,
al final tirarás tu cubo con ira, amargado por
la esclavitud de tu cuerpo. Porque no hay nada tan duro
para un hombre como hacer la misma cosa una y otra vez.
Pero hay Papalagi para los que ir a buscar agua de
pozo día tras día sería un motivo
de alegría; hay unos que no hacen otra cosa que
levantar sus manos y dejarlas caer otra vez, o llevar
un palo, y tienen que hacer eso en un lugar mugriento
donde ni siquiera el sol ni el aire fresco pueden penetrar,
y ellos no hacen nada que requiera su fuerza o les reporte
felicidad. Considerando la forma de pensar de los Papalagi,
levantar tu mano y empuñar bastones es muy importante,
porque quizás de ese modo pones la máquina
en marcha o le das órdenes; ponla en marcha y
así hace aros de yeso y escudos para el pecho,
fabrica pantalones-vaina o algo parecido. Hay más
gente en Europa con el rostro gris ceniza que árboles
hay en nuestras islas. Porque no obtienen ningún
placer de su trabajo, porque su trabajo se come toda
su alegría y porque nunca hacen nada por su propio
gusto, ni siquiera una hoja, no importa cuánto
tiempo trabajen. Por eso un odio latente anida en el
interior de la gente con profesión. Algo vive
reprimido dentro de sus corazones, como un animal encadenado,
rebelándose pero todavía incapaz de liberarse.
Llenos de odio y envidia miran y comparan los trabajos
de los otros entre sí. La gente habla sobre trabajos
de clase más baja y más alta, aunque todos
los oficios fuerzan a la gente a hacer sólo medio
trabajo. Un ser humano no es sólo una mano, un
pie, o una pierna, sino que es todo junto... Únicamente
cuando todos los sentidos y todos los miembros trabajan
juntos, puede el corazón de un hombre ser feliz
y estar saludable, y no cuando se permite vivir únicamente
a una parte y el resto de él tiene que hacerse
el muerto. Esto engendra gente enferma y desesperada.
Los Papalagi viven en confusión con sus profesiones.
Ellos no se dan cuenta de eso y en caso de que me oyeran
hablar de este modo, seguramente me llamarían
loco, porque yo habría juzgado sin haber tenido
una profesión o haber trabajado un solo día
como trabaja un europeo.
Pero esos Papalagi nunca han sido capaces de explicarnos
o hacernos entender por qué debemos hacer más
trabajo del que Dios nos pide para satisfacer nuestra
hambre y proporcionarnos un tejado sobre nuestras cabezas,
y para el disfrute de una fiesta y sus preparativos
en la plaza del pueblo. Nuestras ocupaciones pueden
parecer diminutas y carentes de las habilidades de un
oficio, pero cada hombre de verdad y hermano de la isla
hace su trabajo alegremente, y nunca con tristeza. Para
eso preferiría no trabajar en absoluto. Esto
es lo que nos distingue de los Papalagi. El hombre blanco
suspira cuando habla sobre su trabajo, como si estuviera
siendo aplastado por su peso; sin embargo nuestros jóvenes
caminan a los campos de taro cantando, y con una canción
lavan las doncellas los taparrabos en el rápido
arroyo. Con certeza el Gran Espíritu no nos desea
con cabellos grises como resultado de algún trabajo,
ni nos quiere arrastrándonos como una babosa
de mar en la laguna, o como un sapo en la tierra. Nos
quiere haciendo nuestras cosas orgullosos y erguidos,
y que seamos gente de ojos felices y miembros flexibles.
Siempre.
(1) Escritor de cartas (tussi = carta).
LOS LOCALES PSEUDOVIDA Y LOS MUCHO PAPELES
Ah, mis queridos hermanos del gran mar, si yo, vuestro
humilde servidor, os contara exactamente todo lo que
he visto en mi visita a Europa, os tendría que
hablar durante horas. Mis palabras tendrían que
ser como una rápida y fluida corriente, manando
desde la mañana hasta la noche, y aún
así la verdad no sería completa; porque
la vida de los Papalagi es como el océano, cuyo
principio y fin tampoco nosotros logramos descubrir.
Tiene tantas olas como las grandes aguas, tempestea
y se agita, se ríe y sueña. Del mismo
modo que no es posible vaciar el mar con el hueco de
vuestra mano, es imposible para mí llevar esa
gran masa llamada Europa hasta vosotros, en el interior
de mi cabeza.
Pero hay una cosa que no quiero dejar de contaros:
la vida en Europa sin los locales de pseudovida y los
muchos papeles es ya tan inconcebible como un mar que
no tenga agua. Si vosotros les quitarais esas dos cosas,
el Papalagi sería como un pez lanzado a la playa
por una ola, solamente capaz de agitar sus aletas, pero
no de nadar y de moverse como suele hacer.
¡Los locales de la pseudovida! No es fácil
describiros un sitio semejante, esa especie de lugar
que el hombre blanco llama cine; describirlo de tal
modo que os dé una imagen clara. En la comunidad
de cada pueblo, por toda Europa, tienen como un misterioso
lugar, un lugar que casi hace soñar a los niños
y llena sus cabezas de deseos ardientes.
El cine es una gran choza, mayor que la más
enorme de las cabañas de un jefe de Upolu; sí,
mucho, mucho más grande. Allí está
oscuro, incluso durante el día, tan oscuro que
nadie puede reconocer a su vecino. Cuando llegas te
quedas cegado y cuando lo dejas lo estás aún
más. La gente anda de puntillas en el interior,
buscando, tanteando el camino a lo largo de la pared,
hasta que una doncella viene con una centella de luz
en su mano y les conduce a un lugar que está
todavía sin ocupar. Hay allí un Papalagi
estrechamente próximo a otro, sin verse los unos
a los otros, en una habitación oscura del todo
y llena de gente silenciosa. Los presentes se sientan
en unos tablones estrechos que están frente a
una peculiar pared.
De la parte más baja de la pared se levantan
un zumbido y un fragor fuerte, como si emergiera de
un hondo barranco, y cuando vuestros ojos se han acostumbrado
ya a la oscuridad, puedes ver a un Papalagi luchando
con una caja. Él golpea con sus manos, con los
dedos extendidos sobre las numerosas, pequeñas
lenguas blancas y negras, que gritan cuando son golpeadas,
cada una con su propia voz, dando como resultado los
salvajes y alborotadores ruidos de una riña de
pueblo.
Una confusión así tiene que narcotizar
y engañar a nuestros sentidos, de modo que creamos
las cosas que veamos y no dudemos de la realidad de
las cosas que están sucediendo. Justo enfrente
de nosotros un haz de luz golpea la pared como si la
luna llena brillara sobre ella, y en ese resplandor
va apareciendo gente; gente real, que se parece y viste
como un Papalagi normal. Se mueven y caminan, se ríen
y saltan exactamente igual a como lo hacen por toda
Europa. Es como la luna reflejándose en la laguna.
Podéis ver la luna, pero en realidad no está
allí. Así es como sucede con esas imágenes.
La gente mueve sus labios y juraríais que están
hablando, pero no puedes oír ni una sílaba.
No importa cuán atentamente escuches, y esto
es horrible. No puedes oír ni una palabra. Es
ésa probablemente la razón por la que
el Papalagi golpea en la caja como lo hace. Quiere dar
la impresión de que no puedes oír a aquella
gente a causa del alboroto que hace. Por eso aparecen
de vez en cuando letras en la pantalla, letras que enseñan
lo que el Papalagi acaba de decir o va a decir.
Pero aún esa gente son pseudogente y no son
reales. Si intentarais agarrarlos, averiguaríais
que están completamente hechos de luz y es imposible
ponerles la mano encima. La única razón
para su existencia reside en que muestran al Papalagi
su propia alegría y tristeza, su necesidad y
debilidad. De este modo el Papalagi puede ver de cerca
a los más bellos hombres y mujeres. Pueden ser
silenciosos, pero él todavía puede ver
sus movimientos y la luz en sus ojos, puede imaginarse
que le miran y hablan con él.
Los más poderosos jefes, que nunca podría
esperar ver, se encuentran con él como si fueran
iguales. Participa en cenas y fiestas, fonos y otras
actividades, pareciéndole estar allí en
persona, compartiendo la comida y la fiesta. Pero también
ve como un Papalagi se lleva a la chica de su aiga.
O ve también cómo una chica es infiel
a un joven. Ve como un hombre salvaje agarra a un alii
por el cuello, lo ve presionando sus dedos profundamente
en la garganta y ve los ojos del alii empezar a salirse
hasta que al fin muere, y el salvaje coge el metal redondo
y el papel tosco del taparrabos del hombre muerto.
Mientras sus ojos ven muchos placeres y crueldades,
el Papalagi tiene que permanecer sentado muy quieto,
no se le permite despreciar a la muchacha que es infiel
o ir al rescate del alii rico. Pero por eso no se molesta
el Papalagi; él sólo se sienta allí
a mirar, complacido y gozando como si no tuviera corazón
en absoluto. No se pone furioso o indignado. Lo mira
como si él fuera de una especie del todo distinta.
Porque los Papalagi que están sentados allí
mirando están convencidos de que son mejores
que aquéllos que ven en el haz de luz y que ellos
nunca realizarán actos disparatados como los
que allí se muestran. Sus ojos permanecen pegados
a la pared, silenciosos y sin respirar, y cuando ven
un corazón fuerte o una cara noble, se imaginan
que es su imagen-espejo. Se sientan como congelados
en sus tablones de madera, mirando fijamente a la pared
uniforme donde nada está vivo, excepto el engañoso
haz de luz, lanzado por un mago a través de una
hendidura estrecha en la pared posterior, dando como
resultado un punto en el que se puede ver mucha pseudovida.
Es para el Papalagi una gran alegría absorber
esas engañosas pseudoimágenes. En la oscuridad
puede participar de esa pseudovida sin avergonzarse
y sin que otras personas sean capaces de ver sus ojos.
El pobre puede jugar a ser rico y el rico puede jugar
a ser pobre, los enfermos pueden imaginar que están
sanos otra vez y los débiles, con fuerza. En
la oscuridad todo el mundo puede conquistar y vivir
cosas que nunca serían capaces de lograr en la
vida real.
Ser absorbidos por la pseudovida ha llegado a ser una
pasión para los Papalagi. Una pasión que
ha crecido con tanta fuerza que a menudo se olvidan
completamente de lo real. Esa pasión es una enfermedad,
porque un hombre sano no querría vivir en cuartos
oscurecidos, sino que desearía la vida real,
cálida bajo el sol brillante. Como resultado
de esa pasión muchos Papalagi están tan
confundidos cuando dejan el cuarto oscuro que ya no
son capaces de distinguir la vida real del sustitutivo
y creen que son ricos, cuando en la vida real no poseen
nada. O se imaginan que son hermosos, cuando tienen
cuerpos feos, o cometen crímenes que nunca hubieran
cometido en la vida real. Pero ahora cometen esos crímenes
porque ya no distinguen realidad de fantasía.
Todos vosotros conocéis ese estado propio de
los blancos que han bebido demasiada kava europea y
que imaginan entonces que están caminando sobre
olas.
Los «muchos papeles» también llevan
al Papalagi a un trance parecido ¿Qué
quiero decir con eso de los «muchos papeles»?
Tratad de imaginar una estera de «tapa»,
delgada, blanca y doblada, partida por la mitad y doblada
de nuevo, estrechamente cubierta de escritura por todas
partes, muy firmemente; así es como se ven los
«muchos papeles». El Papalagi los llama
periódicos.
En el interior de todos esos papeles, la sabiduría
del Papalagi está escondida. Cada mañana
y cada noche tiene que hundir su cabeza en ellos para
rellenarla, para satisfacerla y asegurarse de que haya
mucho en su interior y así pensar correctamente,
del mismo modo que un caballo correrá mejor cuando
lo alimentes con muchos plátanos y su cuerpo
esté bien repleto. Cuando los alii están
todavía dormidos en sus esteras, multitud de
mensajeros están ya atravesando la tierra para
distribuir los «muchos papeles». Es la primera
cosa que él coge cuando se ha desprendido del
sueño. Sumerge los ojos en las cosas contadas
por los «muchos papeles» y lee. Todos los
Papalagi hacen eso, todos ellos leen... Leen lo que
los grandes jefes y oradores de Europa han dicho durante
sus fonos. Todo esto está cuidadosamente anotado
en esteras, incluso cuando es una tontería. Los
taparrabos que llevan son también descritos,
incluso la comida ingerida por los alii; los nombres
de sus caballos y si tienen pensamientos débiles
o elefantiásicos.
Las cosas que allí cuentan sonarían en
nuestro país a algo así: «El pule
nuu2 de Matautu se levantó esta mañana
después de dormir bien toda la noche. Empezó
el día comiendo el taro que había dejado
el día anterior; después de eso fue a
pescar y volvió a su cabaña por la tarde;
allí se tumbó en su estera y recitó
y cantó la Biblia hasta la caída de la
noche. Su mujer, Sina, primero amamantó a su
niño, después tomó un baño
y, camino de su casa, se encontró una bonita
púa-flor que colocó en su cabello; entonces
continuó el camino a casa...» Etc.
Todo lo que sucede y ocurre, las cosas que la gente
hace y deja de hacer, se hace público. Sus buenos
y malos pensamientos, si matan un pollo o un cerdo,
si construyen una canoa. Nada sucede en el país
sin que sea inmediatamente repetido por los «muchos
papeles». El Papalagi llama a eso «estar
bien informado». Quieren saber todo, absolutamente
todo, lo que sucede en su país. Del amanecer
al ocaso. Se ponen furiosos cuando algo escapa a su
atención. Ellos todo lo absorben, aun cuando
se mencionen toda clase de cosas nauseabundas y espantosas,
cosas que es mejor que sean pronto olvidadas para conservar
la mente sana. Precisamente esas escenas horribles,
en las cuales la gente se hiere, son reproducidas más
exactamente y con mayor detalle que las escenas agradables,
como si no fuera mejor y más importante relatar
las cosas buenas y no las malas.
En cuanto lees el papel, no tienes que ir a Apolina,
Manono o Savaii para saber lo que tus amigos están
haciendo, qué están pensando y a qué
fiestas han asistido. Él puede permanecer en
su estera tranquilamente y los papeles se lo contarán
todo. Esto puede parecer muy agradable y fácil,
pero no es así en la realidad: cuando luego te
encuentras a tu hermano y ambos habéis metido
vuestras cabezas en los «muchos papeles»,
ya no tenéis nada nuevo o interesante que contaros
el uno al otro, puesto que vuestras cabezas contienen
ahora las mismas cosas. Por eso ambos estaréis
silenciosos o repetiréis las cosas que el papel
acaba de contaros. Será siempre más grande
estar allí en persona, compartiendo las alegrías
del banquete y el dolor del fracaso, que tener que saberlo
a través de las palabras de un total desconocido.
Pero el mayor mal que los papeles hacen en nuestras
mentes no reside en sus relatos, sino en sus opiniones;
opiniones sobre los jefes, sobre los jefes de otros
países, y sobre el hacer de la gente y qué
es lo que sucede. Los papeles tratan de modelar cada
cabeza a una forma, y esto se opone a mis creencias
y a mi mente. Quieren que todo el mundo comparta su
cabeza y sus pensamientos y saben cómo llevar
eso a cabo. Cuando habéis leído los papeles
por la mañana, entonces sabéis exactamente
lo que cada Papalagi lleva en su cabeza por la tarde
y qué es lo que está pensando.
El papel es también una especie de máquina,
fabricando cada día muchos pensamientos, muchos
más de los que una cabeza normal puede producir.
Pero la mayor parte del tiempo hace pensamientos débiles,
carentes de dignidad y fuerza. Llenan nuestras cabezas
con arena. Los Papalagi llenan sus cabezas hasta el
borde con tan inútil papel comida. Incluso antes
de que él haya tirado el viejo, ya está
leyendo el siguiente. Su cabeza es como un mangle de
pantano, sofocándose en su propio barro, donde
nada fresco y verde crece, y sólo se levantan
humos sulfurosos y los mosquitos punzantes zumban en
círculos sobre la cabeza.
Los locales de pseudovida y los «muchospapeles»
han convertido al Papalagi en lo que es ahora: un débil
y perdido ser humano, que ama lo irreal porque ya no
puede distinguir entre fantasía y realidad, que
piensa que el reflejo de la luna es la misma luna y
que los papeles prietamente impresos son la vida misma.
(1) Enfermedad de los músculos
que hincha anormalmente algunas partes del cuerpo.
(2) Juez.
LA ENFERMEDAD DEL PENSAMIENTO PROFUNDO
Cuando la palabra «espíritu» sale
de la boca de un Papalagi, sus ojos se dilatan, se vuelven
redondos y saltones, su pecho se hincha, respira profundamente
y permanece erguido como un valiente guerrero que ha
vencido a su adversario. Porque el «espíritu»
es algo de lo que él está muy orgulloso.
Ahora no me refiero a nuestro poderoso Gran Espíritu,
al que los misioneros llaman Dios y a cuya imagen estamos
todos nosotros creados, sino a ese pequeño espíritu
que pertenece al individuo y que forma sus pensamientos.
Cuando estoy aquí de pie, mirando el árbol
del mango detrás de la Misión, veo entonces
el árbol y no el espíritu. Pero al ver
que es más grande que la Misión, mi espíritu
está trabajando entonces. Por eso ver no es suficiente
para mí. También tengo que conocer algo.
Ese reconocimiento es practicado por los Papalagi, día
y noche. Su espíritu siempre se comporta como
un palo de fuego cargado o el lanzamiento de una caña
de pescar. Por consiguiente, él nos compadece
a nosotros, las gentes de las muchas islas, porque no
practicamos el conocimiento. Cree que somos estúpidos
y que estamos desposeídos como los animales salvajes
en el bosque.
Puede ser cierto que nunca practicamos el conocimiento
o, como dicen los Papalagi, «el pensar».
Pero es cuestión evidente quién es el
más estúpido: el que no piensa muy a menudo
o el que piensa demasiado. Mi cabaña es más
pequeña que la palmera. La palmera se inclina
en la tormenta. La tormenta habla con voz profunda.
Esta es la forma en que piensan, a su particular modo,
naturalmente. Pero también piensan sobre sí
mismos: yo soy pequeño; mi corazón siempre
se pone contento cuando veo a una muchacha; me divierto
mucho yendo de malagal, etc...
Todo esto puede estar muy bien y ser muy bueno; incluso
puede comportar toda clase de provechos a aquéllos
a los que les gustan esos juegos en el interior de sus
cabezas. Pero los Papalagi piensan tanto, porque para
ellos el pensar se ha convertido en un hábito,
una necesidad y una carencia. Tienen que continuar pensando.
Sólo después de muchas dificultades logran
realmente no pensar y, en vez de esto, viven de una
vez con su cuerpo entero. A menudo viven únicamente
con sus cabezas, mientras el resto de sus cuerpos está
profundamente dormido, aunque caminen, hablen, coman
y rían mientras tanto. Crear pensamientos (el
fruto del pensar) le mantiene esclavizado, intoxicado
por sus propias reflexiones. Cuando el sol está
brillando, él piensa todo el tiempo cuán
bellamente brilla. Pero cuando el sol brilla, es mejor
no pensar absolutamente nada. Un hombre sabio extendería
sus miembros a la cálida luz y no produciría
ni un pensamiento mientras tanto. Él no absorbería
únicamente el sol en su cabeza, sino también
con sus manos y pies, su estómago, sus tobillos
y todos sus miembros. Dejaría que su piel y sus
miembros pensaran por él, pues esas partes piensan
también, aunque no del mismo modo que piensa
la cabeza. Pero a menudo los pensamientos se yerguen
en medio del camino del Papalagi como un gran pedregón
de lava que no puede hacerse a un lado. Puede tener
pensamientos felices, pero no le hacen reír,
ni sus pensamientos más tristes le hacen llorar.
Está hambriento, pero no va a por el taro o el
palusami. La mayor parte del tiempo es un hombre cuyos
sentidos viven en discordia con su espíritu,
un hombre dividido en dos mitades.
La vida del Papalagi es muy parecida al viaje en bote
de alguien a Savii, alguien que desde el momento de
zarpar está pensando: ¿cuánto tiempo
me tomará llegar a Sauii? El piensa y no se da
cuenta del amistoso panorama por el que está
viajando. Por el lado izquierdo, percibe una cordillera.
Tan pronto como la han visto sus ojos ya la ha encerrado
en su mente. ¿Qué habrá detrás
de esa montaña? Quizás un desfiladero
estrecho y profundo. Con todos esos pensamientos no
puede unirse al cantar de los jóvenes remeros.
Tampoco se da cuenta del parloteo feliz de las doncellas.
Inmediatamente después de pasar la bahía
con sus cordilleras, un nuevo pensamiento empieza a
importunarle. ¿Se levantará una tormenta,
antes de la caída de la noche? Sus ojos escrutan
los claros cielos en busca de nubes. Todo el tiempo
pensando en la tormenta que podría venir. La
tormenta no llega y al caer la noche llegan a Savii.
Pero él tiene la sensación de que no ha
hecho este viaje en bote, pues sus pensamientos han
permanecido lejos de su cuerpo y lejos del bote. Podría
perfectamente haberse quedado en su choza de Upolu.
Un espíritu que es como una carga, yo lo considero
un aitu, y para mí no está en absoluto
claro por qué debo amarlo tanto. Los Papalagi
aman al espíritu, lo adoran y alimentan con pensamientos
de sus cabezas. Nunca lo matan de hambre, pero no les
importa demasiado si un pensamiento devora a otro. Hablan
sobre sus pensamientos con una veneración que
hace que el valor de un hombre y la belleza de una doncella
no valgan nada en comparación. Se comportan como
si el género humano estuviera destinado a pensar
tanto, como si fuera una orden del mismo Gran Espíritu.
Si la palmera y la montaña pensaran, al menos
no harían tanto alboroto. Y si pensasen ruidosamente
e incontroladas como los Papalagi, con certeza las palmeras
no producirían tan bellas hojas verdes ni frutas
doradas. Por ahora sabemos que pensar nos haría
viejos y feos antes de tiempo. La fruta caería
antes de madurar, pero lo más probable es que
ellas no piensen en absoluto.
¡Y hay tantos modos de pensar y tantos objetivos
que alcanzar con nuestras flechas de pensamiento...!
Es un triste destino el del pensador cuyos pensamientos
le llevan demasiado lejos. ¿Qué sucederá
cuando de nuevo sea mañana? ¿Qué
estará planeando el Gran Espíritu para
mí, cuando llegue el Salafay2? ¿Dónde
estaba yo antes de que el mensajero de Tagalao3 me trajese
mi Agaga4. Pensar así es tan inútil como
tratar de ver con los ojos cerrados. No es posible.
Y no es posible pensar en tu camino hacia el futuro
o hacia el final del pasado. Aquéllos que lo
intenten lo averiguarán por sí mismos.
Desde los días de su juventud hasta sus años
maduros, dormirán como estorninos sobre un mismo
e idéntico punto. Ya nunca verán el sol,
ni el vasto mar, ni las adorables muchachas, ni la felicidad,
nada, nada en absoluto. Ya no podrán siquiera
probar el kava; sólo mirarán fijamente
el suelo. No están vivos, pero tampoco están
muertos. Han sido afligidos por la enfermedad del profundo
pensar.
Ellos dicen que pensar así forma un talento
elevado y fuerte. Si alguien en Europa piensa rápido
y mucho, dicen: es un gran talento. En vez de sentir
lástima por esos grandes talentos, los alaban
mucho. Los pueblos les hacen sus jefes y dondequiera
que un gran talento hace su aparición, tiene
que explicar sus pensamientos en público, ante
una gran multitud, y todos le consideran encantador
y maravilloso. Cuando un gran talento muere, el país
entero se sumerge en el dolor y se alzan gemidos por
aquél que les ha abandonado. Se hacen imágenes-espejo
de roca y se exhiben en el mercado frente a los ojos
de todo el mundo. Sí, esas cabezas de piedra
se hacen mayores que el tamaño natural; así
la gente las llenará de honor y se dará
cuenta de la pequeñez de sus propias cabezas.
Cuando preguntes a un Papalagi por qué piensa
tanto, contestará: «Porque no quiero permanecer
estúpido». Un Papalagi que no piensa es
considerado una valea, aunque en realidad sea mejor
no pensar muy a menudo y con tranquilidad encontrar
tu camino.
Pero personalmente estoy convencido de que sólo
es un pretexto y que los Papalagi han tenido intenciones
con sus pensamientos. Su verdadero fin es cazar los
poderes del Gran Espíritu. Un fin al que dan
el fantástico nombre de «investigación».
Investigación significa mirar algo tan de cerca
que chocas con ello, e incluso lo atraviesas con tu
nariz. Este chocar y remover es un hábito repugnante
y vil de los Papalagi. Ellos cogen a una escolopendra,
la atraviesan con una pequeña lanza y le arrancan
una pata. ¿A qué se parece esta diminuta
pata separada del cuerpo? Rompe la pierna para medir
su grosor. Esto es importante, muy importante. Corta
un fragmento de esa pata, tan pequeño como un
grano de arena, y lo pone bajo un tubo largo que tiene
la magia de hacerlo todo claramente visible. Todo lo
investigan con ese gran ojo de mirar-agudo: tus lágrimas,
un pedazo de tu piel, un cabello, todo, todo. Todas
esas cosas son recortadas hasta que ya es imposible
sacar otro objeto. Aunque ese objeto haya sido reducido
al tamaño más pequeño posible,
entonces se vuelve extremadamente importante, porque
aquí empieza el profundo conocimiento acerca
del cual sólo el Gran Espíritu no permite
que sus secretos sean robados. Y nunca lo hará.
Nunca nadie ha logrado escalar más allá
de la copa de la palmera... Siempre se tiene que volver
porque ya no hay más tronco que escalar. El Gran
Espíritu está también disgustado
con la curiosidad de la gente y por consiguiente lo
ha descubierto todo con enredaderas sin fin. Por eso
todas las personas que siguen pensando, descubrirán
que permanecen estúpidos y que deben dejar al
Gran Espíritu las respuestas que no pueden encontrar.
Los más astutos y valientes Papalagi así
lo admiten. No obstante, la mayoría de aquellos
pervertidos-depensamiento son imposibles de curar de
sus errores y así sucede que a menudo la gente
se extraña por su pensar, como un hombre corriendo
en círculos a través de la selva, sin
dejar huellas. Se rompen la cabeza y lo que ha sucedido
realmente es que no han podido distinguir entre bestia
y hombre, diciendo que los humanos son animales y que
los animales son humanos.
Esta es la razón por la que es tan peligroso
lanzar inmediatamente todos esos pensamientos, verdaderos
o falsos, a los muchos-papeles. Están impresos,
dicen los Papalagi. Eso significa que se escriben los
pensamientos de mucha gente enferma, incluso con la
ayuda de una máquina misteriosa con miles de
manos y con la fuerza de muchos jefes. Y no una vez
o dos; no, muchas veces. Muchas, muchas veces, siempre
las mismas cosas. Muchas esteras cubiertas con pensamientos
son apiñadas juntas en pequeños manojos.
El Papalagi los llama «libros» y son enviados
a todo el país. Y todo el mundo que absorbe pensamientos
se contagia. Y aquellas esteras llenas de pensamientos
son devoradas como plátanos dulces. En cada choza
hay cajas completamente llenas de ellas, y jóvenes
y viejos las mordisquean como una rata mordisquea una
caña de azúcar. Por esto tan poca gente
puede todavía pensar normalmente sobre las cosas
de la naturaleza, como pueden todos los samoanos.
Del mismo modo, tanto pensamiento como sea posible
es embutido en las cabezas de los niños. Se les
fuerza a digerir cierta cantidad de esteraspensamiento
cada día. Sólo los más sanos desechan
de nuevo estos pensamientos inmediatamente o los dejan
hundirse a través de un colador. Pero la mayoría
de ellos sobrecargan sus cabezas con pensamientos de
tal modo que ni un punto se deja abierto y ya jamás
puede entrar un rayo de sol. A esto se le llama «educación»
y es una cosa muy difundida.
Educación significa llenar la cabeza hasta el
borde con conocimiento. Un hombre educado sabe lo alta
que es la palmera, el peso de un coco, los nombres de
todos los grandes jefes y cuántas guerras han
hecho. De cada río, animal y planta sabe el nombre.
Sabe todo, todo. Cuando le haces a un hombre educado
una pregunta, disparará la respuesta directa
hacia ti, antes de que puedas cerrar la boca. Su cabeza
siempre está cargada con munición, lista
para una salva. Cada europeo usa la mejor parte de su
vida en transformar su cabeza en un rápido cañón
de fuego. Al que trata de no cooperar lo fuerzan a hacerlo.
Cada Papalagi debe saber y debe pensar.
La única forma de ayudar a aquellos pacientes
del pensamiento a desechar sus ideas, es olvidando.
Pero no les enseñan eso y así difícilmente
nadie puede hacerlo. La mayoría de ellos llevan
tantos pensamientos dentro de sus cabezas que carisan
sus cuerpos y les hace débiles y marchitos antes
de tiempo.
Y ahora, mis amados y no-pensantes hermanos, ¿realmente
sentís la necesidad de imitar a los Papalagi
y empezar a pensar como ellos? ¿Después
de todas las verdades que os he contado? ¡No!
Os lo digo. Porque nosotros no podemos ni debemos hacer
nada que no haga a nuestro cuerpo más fuerte
y a nuestros sentidos más refinados. Debemos
ser cautelosos ante el que quiera robarnos los placeres
de la vida, ante todo lo que oscurezca nuestro espíritu
y se lleve la brillante luz, y ante todo lo que separe
la mente del cuerpo. Con su modo de vida los Papalagi
prueban que pensar es una peligrosa enfermedad que disminuye
la valía del género humano.
(1) De viaje.
(2) El mundo subterráneo (venidero).
(3) Dios supremo de la mitología
samoana. (4) El alma.
LOS PAPALAGI QUIEREN ARRASTRARNOS A SU OSCURIDAD
Mis queridos hermanos, hubo un tiempo en el que todos
nosotros estábamos viviendo en la oscuridad y
ninguno conocía la brillante luz de las estructuras.
Entonces todavía vagábamos como niños
perdidos que no pueden encontrar el camino de regreso
a sus chozas, porque nuestros corazones no conocían
el Gran Amor, y nuestras orejas permanecían aún
sordas a las palabras de Dios.
Los Papalagi nos han traído luz. Ellos vinieron
a nosotros para liberarnos de la oscuridad. Nos condujeron
a Dios y nos enseñaron a amarle. Es por lo que
les respetamos como portadores de la luz, como los hombres
que nos hablaron del Gran Espíritu, al que los
Papalagi llaman Dios. Reconocimos a los Papalagi como
a nuestros hermanos y no los hemos echado de nuestro
país, sino que hemos compartido toda nuestra
fruta y pan con ellos, como los hijos de un solo padre.
Los hombres blancos no han escatimado medios para traernos
sus escrituras, incluso cuando nos hemos comportado
como niños malos y no hemos resistido a sus enseñanzas.
Siempre quedaremos agradecidos por sus problemas y sufrimientos
en nuestro interés y siempre les respetaremos
como nuestros portadores-de-luz.
La primera cosa que el misionero nos explicó
fueron las formas de Dios y nos apartó de los
viejos dioses, a los que él llamaba «falsos»
porque en ellos no estaba presente el verdadero Dios.
Por eso nosotros dejamos de adorar las estrellas de
la noche, la fuerza del fuego y el viento, y buscamos
a su Dios, el Gran Padre del cielo.
Después, a través de los Papalagi, Dios
nos hizo abandonar nuestros palos de fuego y otras armas,
para así vivir juntos como buenos cristianos.
Pues todos vosotros conocéis la voluntad de Dios:
«No matarás, sino que os amaréis
los unos a los otros», que es el más elevado
de sus pensamientos.
Obedientemente nosotros hemos abandonado nuestras armas
y a partir de ese momento los destacamentos de ataque
que destruían nuestras islas han cesado, y cada
uno ama al otro como a un hermano. Nosotros aprendimos
que los mandamientos de Dios eran buenos, porque ahora
vivían pacíficamente un pueblo junto a
otro, mientras antes estaban divididos y el caos y la
agitación no tenían fin.
Incluso si el Gran Dios no está viviendo dentro
de todo el mundo, podemos todavía proclamar la
gratitud de que nuestras vidas han sido mejoradas desde
que adoramos a Dios como el padre y todopoderoso soberano
del mundo. Agradecidos y con devoción escuchamos
sus palabras sabias y profundas que aumentan aún
más nuestro amor y nos llenan también
cada vez más con su Gran Espíritu.
Tal como he dicho, los Papalagi nos han traído
la luz que se ha asentado en nuestros corazones ardientes
y ha llenado nuestros sentidos de felicidad y gratitud.
Ellos recibieron la luz más pronto que nosotros.
Los Papalagi conocían la luz incluso antes de
que el más viejo entre nosotros hubiese nacido.
Pero el Papalagi únicamente sostiene la luz en
sus manos extendidas para dejarla brillar sobre otros;
pero él mismo, su cuerpo, está toda vía
en la oscuridad, y su corazón está lejos
de Dios. Aun cuando él nombra a Dios con su boca,
cuando la luz que lleva esté en sus manos. Nada
es más difícil y llena mi cabeza de mayor
pesar que tener que deciros esto. Pero no podemos ni
queremos ser cegados por los Papalagi; de otro modo
nos arrastrarán a su oscuridad. Ellos nos trajeron
la palabra de Dios, pero fallaron al entender sus mensajes
y enseñanzas. Con sus manos y bocas lo hicieron,
pero no con sus cuerpos. La luz no les ha penetrado
a pesar de brillar por fuera e iluminar todo a su alrededor.
Una luz que algunas veces es llamada «amor».
No se dan cuenta de la falsedad de sus propias palabras
y de su amor. Así podéis daros cuenta
de que un Papalagi no puede decir «Dios»
con todo su corazón. Cuando lo hace pone una
cara como si estuviera cansado o aburrido. Pero cada
hombre blanco se llama a sí mismo el hijo de
Dios y tiene su fe confirmada en escritura sobre esteras.
Dios es todavía un extraño para ellos,
aunque todos recibieron sus enseñanzas y lo conocen.
Incluso aquéllos que se supone hablan sobre Dios
dentro de sus monumentales cabañas, construidas
en su honor, no llevan a Dios dentro de ellos y sus
palabras se las lleva el viento al gran vacío.
Los predicadores no llenan sus sermones con Dios y sus
discursos son como el romper del oleaje sobre los acantilados:
sigue y sigue, y nadie lo oye.
Puedo decir esto sin provocar la cólera de Dios;
nosotros los niños de las islas no éramos
peores que los Papalagi son ahora, cuando rezábamos
a las estrellas y al fuego. Éramos malos y estábamos
en la oscuridad porque no conocíamos la luz.
Pero los Papalagi conocen la luz y son todavía
malos, vagando en la oscuridad. Y lo peor es que se
llaman a sí mismos los niños de Dios y
cristianos, y quieren hacernos creer que son el fuego,
cuando solamente son los portadores de la luz.
Un Papalagi rara vez piensa en Dios. Únicamente
cuando una tormenta le amenaza o cuando teme que su
lámpara de la vida cese de arder; entonces recuerda
que existen poderes más fuertes que él
y que le gobiernan. A la luz del día, Dios estorba
sus particulares hábitos y vicios. Sabe que Dios
nunca perdonaría estos vicios y que debería
postrarse en la arena si realmente Dios estuviese dentro
de él, pues él está lleno de lujuria,
odio y animosidad. Su corazón se ha transformado
en un afilado anzuelo, solamente bueno para el robo,
en lugar de ser una luz que conquiste la oscuridad y
le conduzca lejos del frío.
El blanco se llama a sí mismo cristiano. Una
palabra como una bella melodía. Un cristiano.
¡Oh, si pudiéramos llamarnos eso siempre!
Ser cristiano significa amar a Dios y a tu hermano,
y solamente entonces amarte a ti mismo. Amar, hacer
lo que es correcto, debe ser parte de nosotros como
nuestra sangre, nuestra cabeza o nuestras manos. Los
Papalagi llevan las palabras «Dios», «amor»
y «cristiandad» solamente en sus labios.
Las ponen sobre sus lenguas y las dejan retumbar. Pero
sus corazones y su amor no se inclinan ante Dios, sino
ante objetos y ante las máquinas. No están
llenos de luz, sino de un deseo glotón por el
tiempo y por la insensatez de sus profesiones. Están
diez veces más ansiosos por visitar los locales
de pseudovida que por emprender la búsqueda de
Dios, que está lejos, muy lejos.
Queridos hermanos, justamente ahora el Papalagi tiene
aún más ídolos que nosotros teníamos,
si entendemos por ídolo algo que adoras además
de a Dios y que llevas en tu corazón como tu
más preciada posesión. Dios no es el bien
más precioso que el Papalagi lleva en su corazón.
Por esto no obedece sus deseos, pero sí aquellos
de un aitu. Os digo esto como resultado de mis pensamientos:
los Papalagi nos han traído las escrituras como
una especie de objeto de trueque, para cambiarlas por
fruta y por las mejores y más bellas partes de
la isla. Creo que son muy capaces de eso, pues he descubierto
muchos sucios pecados en los corazones de los Papalagi
y sé que Dios nos ama más de lo que les
ama a ellos, que nos llaman salvajes, palabra que trata
de evocar imágenes de animales con colmillos,
carentes de toda alma.
Pero Dios tomó sus ojos y los abrió desgarrándolos
para hacerles ver. Dios dijo a los Papalagi: no podéis
vivir de cualquier modo que queráis. A vosotros
ya no os haré más mandamientos. Entonces
el hombre blanco vino y se mostró en su verdadera
forma. ¡Oh, desgracia! ¡Oh, terror! Con
voces rugientes y palabras orgullosas nos quitaron nuestras
armas y, como Dios, dijeron «amaos los unos a
los otros» ¿Y ahora? ¿Habéis
oído las terribles noticias? ¿Esas noticias
blasfemas, amargas y sin amor? ¡Europa está
ocupada asesinándose! Los Papalagi se han puesto
frenéticos. Uno está matando a otro. Todo
se está destruyendo en sangre, miedo y terror.
Al fin los Papalagi han admitido que Dios no está
con ellos. La luz que llevaba en sus manos se ha ido,
la oscuridad está en su camino, nada se oye salvo
el aterrador batir de las alas del murciélago
y el ulular de los búhos.
Hermanos, mi amor por Dios y por todos vosotros me
posee; por esa razón Dios me dio mi pequeña
voz, para contaros todas estas cosas que os he dicho.
De modo que permaneceremos firmes en nuestro interior
y no seremos seducidos por la lengua fluida y rápida
de los Papalagi.
Cuando vuelvan, mantengamos nuestros brazos frente
a nuestros ojos y gritémosles que silencien sus
voces estrepitosas, porque a nosotros sus voces nos
suenan como el rugir del oleaje y el silbar de las palmeras,
pero a nada más. Y mientras no tengan rostros
fuertes y felices, y desde sus brillantes ojos la imagen
de Dios no irradie como el sol, dejémosles permanecer
lejos.
Dejémonos de promesas y gritémosles:
«Permaneced lejos de nosotros con vuestros hábitos
y vuestros vicios, con vuestra loca precipitación
por la riqueza que traba las manos y la cabeza, vuestra
pasión por llegar a ser mejores que vuestros
hermanos, vuestras muchas empresas sin sentido, vuestros
curiosos pensamientos y el conocimiento que no conduce
a nada, y otras tonterías que dificultan vuestro
sueño en la estera. Nosotros no tenemos necesidad
de todo eso: somos felices con los placeres agradables
y nobles que Dios nos ha dado para no ser cegados por
su luz y que pueda ayudarnos para que no nos perdamos,
y brille siempre en nuestro camino de tal modo que podamos
seguir su senda y absorber su maravillosa luz, que significa
amarse los unos a los otros y llevar mucha fafola en
nuestros corazones».
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